No hay un momento exacto, ni un timbre que suene. Nadie nos reúne para comunicárnoslo oficialmente y tampoco hay un adulto que nos diga: “Ya está, se acabó el recreo, ahora toca fingir que te interesa la política y comprar yogures con bifidus”.

Simplemente, un día te das cuenta de que hace años que ya no juegas. Ni te disfrazas. Ni te inventas un universo con dos palos, una piedra y un calcetín.

Y no hablo de jugar al golf con compañeros de la oficina ni de hacer sudokus los domingos para mantener la mente activa. Hablo de inventarte historias, de pelearte por quién es la princesa o el superhéroe, de hacer voces raras con un muñeco o de negociar con tus amigos si el suelo es lava o un río de cocodrilos que solo se puede cruzar con cojines.

Un día dejamos de jugar porque ya somos mayores y ‘no toca’. Lo que ‘toca’ es hacer cosas útiles. Cosas serias. Como responder correos. Pagar facturas. Comparar precios de seguros. Aprender a doblar las sábanas bajeras. Preocuparnos por el precio del calabacín. Buscar colegio para los niños.

De pequeños, jugar era nuestro trabajo. Nuestra prioridad. Y todo lo demás era una molestia: ducharse, comer verduras, irse a dormir cuando estabas a punto de encontrar el pasadizo secreto del armario de la abuela. Pero después, llega la adultez y jugar no encaja en el Excel. Tampoco se puede meter en una aplicación de productividad y mucho menos sincronizarlo en el calendario entre ‘Pilates’ y ‘Revisión del dentista’.

De adultos, la mayoría de las veces que jugamos, es con un fin. Jugamos al pádel para hacer ejercicio y socializar. Jugamos a juegos de mesa para estimular la mente. Jugamos con nuestros hijos para que no destrocen el salón entretenerlos. Jugamos, pero con una excusa.

Y las pocas veces que jugamos de verdad, es por accidente, sin querer: en una fiesta de disfraces, en una conversación tonta que se va de madre, en un juego absurdo con alguien que nos gusta. Y entonces pasa algo: nos reímos de verdad. Te ríes como cuando tenías ocho años y eras una tortuga ninja. Y es ahí cuando te das cuenta de que eres feliz.

Pero ahora, de mayores, eso ya no encaja en nuestra agenda. Hay que ser productivos. Hay que optimizar el tiempo, justificar el ocio. Jugar no cotiza en bolsa ni paga los impuestos. Y precisamente por eso, jugar es tan necesario. Al fin y a cabo ¿qué sería de la vida sin Batmans y Blancanieves?