Lo confieso: escribo con la garganta hecha nudo y el pecho rebosante de un orgullo que estalla como la primera burbuja traviesa cuando la caña de Estrella Galicia besa el cristal. Porque ayer—19/06, número cabalístico para la familia Rivera— la vieja tierra que me nutre, brumosa y atlántica, ha desperezado un sueño largamente amasado: 47 hectáreas de acero, luz y fermento en Morás, Arteixo. Una catedral contemporánea levantada para honrar la liturgia de la cerveza, esa oración en líquido que desde siempre acompasa nuestras meriendas de pan de millo, nuestros amores de ribeira, nuestras derrotas y victorias de barra en barra.
Y de repente, vuelvo a recordar mi infancia. Fue en una comida de domingo en casa de mis abuelos, en Montealto, cuando vi por primera vez una botella de Estrella Galicia sudando sobre la mesa. Mi padre la abrió con el borde de la encimera —ese gesto torpe y perfecto que solo saben hacer los hombres que han trabajado mucho y dormido poco— y la dejó junto a su vaso. Recuerdo haberme acercado curioso, casi en secreto, y oler el golpecito de espuma que asomaba. No sabía a qué olía, pero supe, sin saberlo, que ese aroma se me quedaría dentro para siempre. Mi padre me miró, sonrió y me dijo: “Así cheira a verdade.” No lo entendí entonces. Hoy lo llevo tatuado en la memoria.
Medio siglo después, Ignacio Rivera pronuncia su propia letanía emocional: “Es un día muy especial para todos nosotros. Es cumplir un sueño.” Y yo me lo creo. Porque uno no finge cuando el alma se le ve en los ojos.
Y si me siento tan conmovido, si el pecho se me aprieta y los ojos se me humedecen al escribir estas líneas, es también porque yo mismo me sé parte de esta historia. Trabajé durante años en esa casa, la viví por dentro, la recorrí con los cinco sentidos y hasta con alguno más. Dejé en ella amigos que aún conservo, aprendizajes que aún me acompañan, afectos que nunca se evaporan. Hijos de Rivera no fue solo mi empresa: fue mi orgullo. Está en mis recuerdos, en mi cabeza, en mi corazón. Y cada paso que dan, lo siento como propio.
El agua, como siempre, lo cuenta todo. Se ha trazado un “acueducto” —así lo llamó él— desde Vío hasta Morás, para que la cerveza siga naciendo con el mismo corazón líquido del embalse de Cecebre. “Queremos seguir creciendo, queremos ser los más amados y seguir generando un impacto positivo,” dijo también. Y ahí, entre tanto dato monumental —70 km de tuberías, 310 millones de litros al año, 270 millones ya invertidos— lo que más retumba no es la cifra, sino ese verbo tan poco usado en los despachos: amar.
Soy hombre de libros, sí, y contemplo estos números como quien repasa los versos de un hexámetro perfecto: rigor, ritmo, ambición. Pero no me engaño: detrás del dato late la piel; detrás del acero, el latido de 140 operarios que serán 600, y de miles de manos indirectas que encontrarán sustento. Detrás de la tecnología puntera, la promesa de una fábrica que se alimenta de sol, biomasa y biogás, porque en esta latitud sabemos que progreso y reverencia por el monte son dos costillas del mismo pecho.
“Teníamos el sueño de ser alguien en Galicia. Iniciamos la expansión nacional y después la internacionalización. Ahora tenemos 10 filiales en el mundo,” relató Ignacio. Y uno, al escucharlo, no piensa en multinacionales, sino en historias de feriantes que cruzaban media España con camiones llenos de barriles y acentos coruñeses. Historias de bares con paredes sudadas y carteles de fútbol, donde las estrellas siempre fueron de cinco puntas y de fondo amargo.
Me emociona —qué quieren que les diga— que la fecha elegida sea un triple guiño: al año fundacional de la cervecera, al día en que abrió sus puertas el Museo MEGA, al aniversario de los padres de Ignacio. Porque cuando una empresa levanta su casa sobre la memoria, el porvenir adquiere sabor a la vez nuevo y familiar, como ese primer trago en el chiringuito de Riazor tras meses fuera.
Así que aquí me tienen, descorchando metáforas y anécdotas, dejando que se me escape una lágrima de lúpulo. Brindo —con ternura, con la entraña abierta— por esos kilómetros de tuberías que ya suenan a gaita subterránea; por cada botella que nacerá en Morás y cruzará océanos llevando, agazapada en su espuma, la saudade de un pueblo que aprendió a convertir la morriña en horizonte.
Brindo, en fin, por el milagro sencillo y rotundo de que una cerveza nos recuerde quiénes somos: hijos de lluvia y granito, nietos de viento y cuento, enamorados perpetuos de la luz que se apaga lentamente detrás de la Torre de Hércules. Con la mano izquierda en el corazón y la derecha alzando la copa, susurro: que la espuma no baje nunca y que Galicia, por fin, brinde con el mundo sin dejar de brindar consigo misma.
Salud, familia. Y que corra la Estrella.