Hoy me he levantado a las 3:30 de la mañana. Traducido al lenguaje humano: he dormido tres horas. Yo creía que viajaba a Nueva York, pero parece que viajo a Supervivientes.

Y ya sé que no me puedo quejar, que me voy de viaje a Nueva York, que soy una privilegiada y que por lo menos no me ha tocado cargar con maletas ajenas. Pero en ese precioso preciso instante en el que suena el despertador, no me siento afortunada. Lo único que pienso es que si tuviera ‘verdadera’ suerte, viajaría en avión privado con horario adaptado a mis ritmos circadianos y sin escalas infernales. Pero viajo en low cost y con una escala de tres horas.

Dormir poco me trastoca mucho. Tanto, que la noche anterior ya empiezo a comportarme de manera errática. Por ejemplo: ayer estuve a punto de saltarme el último paso de mi rutina de belleza facial. Cosa que no hago jamás, ni aunque llegue a casa acompañada a horas intempestivas. Pero anoche dudé. Ese último paso consiste en la aplicación de mi sagrada crema de retinol, ese ungüento milagroso que combate arrugas, envejecimiento te hace inmortal.

Mi razonamiento fue: “Con lo que cuesta esta crema, si solo me va a hacer efecto durante las tres horas que voy a dormir, mejor me pongo una hidratante normal y aquí paz y después gloria”. Pero al final, como tres horas son mejor que ninguna y mi lado coqueto siempre gana al ahorrador, me fui a dormir con la piel tersa y la conciencia tranquila.

Me desperté sin arrugas, pero con ojeras de oso panda deprimido. Las 3:30 sería mi horario habitual si hubiese cumplido mi sueño de infancia: ser panadera. En ese caso, este madrugón sería mi pan de cada día.

Perdón por el chiste malo, pero todavía estoy más dormida que despierta.

Y eso que ya he superado el primer circuito de obstáculos: el control de seguridad del aeropuerto. Me han hecho pasar por el detector de metales, me han cacheado y me ha tocado un control antiexplosivos aleatorio. También me han obligado a quitarme mis botas que siempre se llevan el calcetín por delante dejando al descubierto mis vergüenzas. En esta ocasión, una uña negra.

—La tengo así porque corro mucho y la zapatilla me golpea la uña —le explico al guardia que no ha preguntado.

El hombre no parece conmovido por mis dramas podológicos y me pide que abra la maleta. Yo obedezco, revelando al mundo nuevas intimidades: antifaz de Mickey Mouse, infusiones de lavanda para dormir mejor, el pijama/camiseta de publicidad… Pero lo que realmente llama la atención del agente es el frasco de crema de retinol.

Lo abre, lo huele y lo inspecciona como si fuese fentanilo envasado. Ahí empieza el interrogatorio:

—¿Esto qué es?

—Crema hidratante.

—¿Para qué sirve?

—Para ser inmortal evitar arrugas.

—¿Por qué huele así?

—Porque es cara.

—¿Por qué está en este bote?

—Porque es muy cara.

A la cuarta pregunta, mi paciencia está a punto de cruzar el océano sin necesidad de avión: "Mire, señor, una es adicta a la hidratación, no a las drogas. Y ya que estamos, no le vendría mal un poco de crema hidratante, que tiene unas líneas en la frente que parecen la carretera de Cádiz”.

Suerte que nadie escucha lo que pienso. Y que el hombre no ha registrado mi bolso, donde llevo las pastillas para dormir en el avión. Esas sí que me van a hacer viajar. Y no precisamente a Nueva York.