La anunciada reducción de la jornada máxima semanal a 37,5 horas, cuya aprobación se encuentra todavía en tramitación parlamentaria, plantea un escenario complejo para las empresas que operan en España. Aunque la medida busca propiciar una mejora en la conciliación y en la adaptación a las nuevas realidades sociales, desde un punto de vista jurídico y organizativo podría conllevar efectos indeseados para el tejido empresarial. A continuación, se exponen algunas de las principales implicaciones.
En primer lugar, esta reforma no afectará por igual a todos los sectores. Las compañías que se rijan por convenios colectivos en los que se venía aplicando una jornada inferior a las 40 horas semanales notarán menos el impacto de esta reducción, pues ya cumplían con horarios más reducidos. Sin embargo, aquellas empresas con convenios que establecen la jornada máxima (o muy cercana a ella) deberán reestructurar de forma significativa sus turnos y calendarios laborales, asumiendo los inevitables costes operativos que supone la reorganización del servicio o de la producción. En sectores como el comercio o la industria, en los que el horario de apertura y la atención al público tienen un peso crítico en la actividad diaria, los desajustes organizativos podrían acarrear dificultades para garantizar una cobertura suficiente de personal.
En segundo lugar, debe considerarse que la minoración del número de horas a desempeñar sin merma salarial provoca un incremento automático del coste laboral por hora trabajada. Esta variación se aprecia especialmente en el caso de los contratos a tiempo parcial. Si un empleado prestaba servicios con un porcentaje de reducción sobre la jornada máxima semanal (habitualmente fijada en 40 horas), su parcialidad se verá modificada al reducirse el nuevo cómputo máximo a 37,5 horas. Como resultado, la suma global de salarios que deberá afrontar la empresa puede aumentar, aun cuando en términos absolutos las horas de trabajo total sean menores que antes. En tiempos inflacionistas, un incremento de costes salariales puede repercutir en la economía interna de las compañías y, en última instancia, trasladarse al precio de bienes y servicios.
En tercer lugar, la reforma prevé una implantación progresiva, con un calendario que, según los últimos borradores, culminaría a finales de 2025. Aunque este escalonamiento teórico facilita que la empresa realice sus ajustes de manera paulatina, también puede suponer inseguridad jurídica si el texto definitivo sufre modificaciones durante el proceso de debate parlamentario. Las compañías necesitan tiempo y certezas normativas para implementar cambios en plantillas y sistemas de producción. Sin un marco claro y definitivo, podrían verse abocadas a reestructuraciones múltiples y costosas, en lugar de aplicar una sola adaptación global.
En cuarto lugar, resulta fundamental examinar la posible afectación a la competitividad. En un mercado cada vez más globalizado, la reducción de jornada sin reducción de salario puede disminuir la ventaja comparativa de determinadas empresas españolas frente a competidores de entornos geográficos con normativas laborales menos estrictas. Si la disminución de horas no repercute positivamente en la productividad o en la motivación del personal —algo que, en teoría, la reforma pretende fomentar—, corre el riesgo de convertirse en una simple elevación de los costes de producción.
Asimismo, existen ciertas dudas sobre la compatibilidad de la medida con la normativa sobre control de jornada y desconexión digital, también recogidos en el proyecto legal. Se ha anunciado un refuerzo en los mecanismos de registro horario, así como sanciones relevantes para las empresas que no cumplan con la nueva obligación. Aunque el objetivo es legítimo (evitar que la reducción de jornada sea solo formal y no efectiva), la implantación de sistemas digitales de control con acceso en tiempo real para la Inspección de Trabajo puede conllevar un aumento de los gastos de gestión administrativa y mayores exigencias técnicas que las empresas deberán afrontar con prontitud.
Finalmente, no debe obviarse la posibilidad de que, ante la necesidad de recortar costes e intentar mantener la productividad, algunas empresas opten por reducir plantilla o frenar la contratación. Este supuesto, de materializarse, podría contradecir la finalidad social del proyecto. Además, no es descartable que, para cumplir con las obligaciones legales, se negocien convenios colectivos por debajo de las 37,5 horas semanales en determinados sectores. De ser así, la desventaja competitiva para aquellas empresas que dependan de jornadas más amplias o que carezcan de la flexibilidad necesaria para reorganizar turnos de forma más intensiva podría incrementarse.
En suma, desde la perspectiva jurídica y organizativa, la reducción de la jornada a 37,5 horas semanales suscita incertidumbres para las empresas en términos de costes laborales, organización de turnos, competitividad y seguridad jurídica. Si bien las finalidades sociales que promueven la reforma son loables, resulta esencial que el proceso de implantación vaya acompañado de medidas de acompañamiento, diálogo social equilibrado y fórmulas de flexibilidad que permitan a las compañías adaptarse de manera gradual y sostenible a las nuevas obligaciones. De lo contrario, los efectos indeseados sobre el empleo y la competitividad podrían oscurecer los beneficios que se persiguen con esta reducción de jornada.