A mí no me hablen de Harvard, ni de Oxford, ni de pamplinas. Yo vengo de un sitio donde la gente aprendía a ganarse la vida con las manos, con el sudor, con las uñas. Se llama Instituto Urbano Lugrís y lleva medio siglo en pie, en una esquina de la Avenida de Arteixo, viendo pasar generaciones de chavales que no buscaban un título para colgar en la pared, sino un oficio para levantar su vida.

Cincuenta años, nada menos. Medio siglo viendo cómo la ciudad cambiaba, cómo la industria se moría, cómo la moda del pelotazo y del máster MBA se comía la dignidad del que sabía soldar, programar, montar un cuadro eléctrico o desmontar una caldera. Y ahí seguía el Lugrís. Callado, cabezón, sin postureos. Enseñando lo que importa.

Porque esto no era un instituto, era un campo de entrenamiento. Entrabas con miedo y salías con oficio. Aprendías lo que no enseña ninguna universidad: que madrugar duele, que equivocarse forma, que una llave inglesa puede ser más útil que un PowerPoint, y que la dignidad también se aprende con una bata manchada de grasa.

¿Y ahora qué? Pues ahora toca celebrar. Aplaudir de pie a los profesores que se dejaron la voz gritando en talleres con más ruido que un barco en plena tormenta. A los alumnos que salieron de ahí para trabajar en astilleros, en fábricas, en oficinas técnicas, en talleres de coches o en servidores que dan vida al mundo digital. A los que fracasaron y volvieron. A los que se cayeron y aprendieron a levantarse sin esperar que nadie les regalase nada.

El Urbano Lugrís lleva el nombre de un pintor que soñaba mares y faros. Y no me digáis que no es una metáfora perfecta. Porque este instituto ha sido eso: un faro. Un punto fijo en el horizonte para chavales perdidos, para quienes no encajaban en la ruta académica de manual, pero tenían talento a raudales en las manos, en la cabeza y, sobre todo, en las ganas.

Yo no sé si algún político vendrá a hacerse la foto. Si cortarán una tarta o si habrá discursos huecos sobre la importancia de la formación profesional. Lo que sí sé es que el Urbano Lugrís no necesita discursos. Le basta con sus cicatrices, con sus historias, con sus viejas máquinas aún en marcha, con los miles de hombres y mujeres que pasaron por allí y hoy sostienen este país invisible que funciona mientras otros dan conferencias.

Cincuenta años. Cincuenta. Y los que le quedan. Porque mientras haya chavales con hambre de futuro y profesores con agallas, el Lugrís no cerrará la persiana.

Y si algún día lo intentan, que nos busquen. Que todavía quedamos unos cuantos dispuestos a defenderlo a corazón abierto si hace falta.