25 años de Mardi Gras en A Coruña

25 años de Mardi Gras en A Coruña Quincemil

Opinión

La república independiente del rock: 25 años de Mardi Gras

La Mardi Gras abrió en noviembre de 1999, en pleno Monte Alto, con la pretensión de ser una sala donde el rock y el blues tuvieran casa propia. No era un local, era una declaración de intenciones

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Ayer estuve allí, en la Mardi Gras, ese templo del rock que ha sobrevivido a todo: pandemias, crisis, modas y al postureo asfixiante de los modernos de café con leche en taza de cerámica. 25 años resistiendo, 25 años escupiendo música en mitad de Monte Alto, en esa Travesía de la Torre que, de puro maltrato por el tiempo, debería llamarse oficialmente “calle de la Mardi”. Porque eso es lo que es. Ni más ni menos.

Desde el suelo, con la cerveza en la mano, vi pasar a muchas bandas. Las grandes, las pequeñas, las que se dejan el alma y las que todavía no saben que no van a llegar a ninguna parte, pero ahí están, dando guerra. También estaban los amigos. Siempre los amigos. Esos que se ríen contigo y te dan una palmadita en la espalda cuando todo sale mal, pero que en el fondo envidian –como tú los envidias a ellos– con esa pequeña gloria de subir al escenario y ser dios durante una hora. Y ahí me vi, recordando cuando yo era el de abajo, mirando desde las sombras, soñando con estar un día en su lugar. Y llegó ese día. Con Mar de Fondo, mi banda, pude subir por primera vez al altar de la Mardi. Las luces te ciegan, el calor te aplasta y el público… oh, el público. Nunca sabes si te van a elevar al cielo o a hundir en la mierda, pero es igual. En ese momento la música no sale de las cuerdas ni de las manos; te sale de dentro, como si siempre hubiese estado ahí, esperando. Y entiendes lo que sentían todos esos cabrones a los que admirabas y envidiabas. Ahora eras uno de ellos, aunque fuera solo por un rato.

Pero la historia empieza antes. Mucho antes. De crío iba con mis padres a la bodega que estaba justo donde hoy late la sala. Olía a vino, a madera, a historias que no entendía pero que me fascinaban. Luego estaba Friscorock, la tienda de discos de Jaume, justo enfrente de la casa de las tortillas. Ese lugar era mi refugio. Allí descubrí el heavy metal, el blues, todo. Podía pasarme horas rebuscando entre vinilos y cintas, escuchando a Jaume hablar de música como si fuera un sacerdote de una religión secreta. Y un día me dijo: “Tienes que venir por la sala que montó Yolanda. La acabamos de abrir”. Tenía razón y ahí fue donde por primera vez escuche ese nombre.

La Mardi Gras abrió en noviembre de 1999, en pleno Monte Alto, con la pretensión de ser una sala donde el rock y el blues tuvieran casa propia. No era un local, era una declaración de intenciones. Un grito en mitad de la nada. Desde entonces, más de 3.500 bandas han pisado sus tablas. Algunas legendarias, otras que no recuerdo ni aunque me paguen, pero todas dejaron su huella. Porque ese es el truco de la Mardi: da igual quién toque, el sitio siempre gana.

Y no, no ha sido fácil. La pandemia casi se la lleva por delante, pero la Mardi resistió. Yolanda y los suyos pusieron el pecho. La ciudad respondió. Porque la Mardi no es un bar, no es una sala. Es una república independiente de la música. Un lugar donde el arte no pide permiso ni perdón.

Durante todos estos años, mientras las bandas internacionales hacían vibrar el escenario y las nacionales se dejaban el alma, yo no podía evitar sonreír desde ahí abajo y 25 años después, aquí sigue. Aquí seguimos. La Mardi Gras es el último bastión de los que creemos que la música puede salvarnos. No de morir, porque todos vamos a palmarla, sino de vivir como muertos.

Y eso, amigo, en este mundo de cartón piedra y filtros de Instagram, es puro rock’n’roll.