El fiscal general, Álvaro García Ortiz, en el palacio de la Zarzuela.

El fiscal general, Álvaro García Ortiz, en el palacio de la Zarzuela. Alejandro Martínez Vélez Europa Press

Tribunas

García Ortiz eleva el arte de la permanencia a niveles olímpicos

El autoritarismo se reinventa siempre con nuevo maquillaje y viejas costumbres. Como ocurre con García Ortiz.

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El fiscal general del Estado es como ese invitado a una fiesta que decide quedarse en ella, aunque ya son más de las 3:00 de la mañana y han levantado las sillas, porque "todavía queda ambiente".

García Ortiz eleva el arte de la permanencia a niveles olímpicos.

El Tribunal Supremo le ha abierto juicio oral por un delito de revelación de secretos. Pero ¿qué importa? ¿Quién no ha tenido un mal día en la oficina?

García Ortiz es el paradigma del "aquí no pasa nada". El inmovilismo está de moda y no sólo en la Fiscalía. Lo vimos hace unos días en la cumbre pequinesa en la que Vladímir Putin, Xi Jinping y Kim Jong-un recordaron al mundo que ellos tampoco piensan dimitir y que no pasa nada si siguen en sus cargos hasta cumplir los ciento cincuenta años.

Lo de García Ortiz, por mucho que dure, no parece tener fuelle para resistir tanto. Pero no será por falta de ganas.

Un fiscal general del Estado en proceso de mineralización, en contacto con la eternidad, impasible ante cualquier eventualidad, situado ante un supuesto delito, con un procesamiento, un secreto revelado y un interés por ganar el relato no va a levantarse de la silla ahora que precisamente tiene que sentarse en el banquillo.

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. el pasado 5 de septiembre.

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. el pasado 5 de septiembre. Europa Press

Las verdaderas conclusiones de la reunión que el mundo no pidió, la de los tres dictadores en Pekín, incluyen un acuerdo tácito para seguir jugando al ajedrez geopolítico con piezas trucadas: la influencia de esta tríada puede desestabilizar desde mercados internacionales hasta hashtags de moda.

El autoritarismo se reinventa siempre con nuevo maquillaje y viejas costumbres.

Como ocurre con García Ortiz, un hombre que también juega al ajedrez judicial con piezas trucadas y que también se reinventa. Como el día en que asistió a la apertura del año judicial al lado del rey, como si no pasara nada.

Y el peligro no es sólo para el crédito institucional y los modos democráticos, sino para la sociedad española en su conjunto, que asiste al triste espectáculo de la descomposición de los órganos del Estado.

¿Para qué largarse cuando se puede esperar a que la justicia haga su lento y minucioso recorrido?

Dejar el cargo sería un gesto de responsabilidad. Uno de esos pequeños detalles que nada aportan al currículo de una persona experta en la resiliencia institucional.

Mientras tanto, el país asiste a este culebrón en el que la lógica y la ética son personajes secundarios. El fiscal general permanece inmutable, ensayando frente al espejo su mejor cara de sorpresa.

“¿Dimisión yo? Pero si esto es solo una pequeña confusión judicial”.

No, mejor esperar, no vaya a ser que sentar precedentes de responsabilidad nos conduzca a una epidemia de integridad.

Por supuesto, tampoco faltan las justificaciones creativas. Que si la presunción de inocencia, que si los tiempos judiciales, que si la estabilidad de la institución.

Todo muy loable. Pero tal vez convendría recordar que la confianza pública se construye con gestos, no con comunicados y declaraciones cacofónicas de ministros tan implicados en la defensa del procesado como implicados en la defensa de la esposa y del hermano del otro procesable.

La ética pública, como el sentido del humor, es cosa seria. Y cuando falta, el país termina riendo para no llorar.

En otras latitudes, la perspectiva judicial sobre la máxima figura del Ministerio Público sería razón suficiente para un acto de dignidad institucional: presentar la renuncia, pedir disculpas y, quién sabe, incluso escribir unas memorias con título sugerente.

Pero aquí todo es esperpento y tragicomedia.

El problema no es sólo jurídico, sino simbólico. Cuando quienes deben ser referente moral se aferran al cargo, como lo hacen Putin, Xi y Kim, o como se aferra García Ortiz, el mensaje es devastador. La renuncia, lejos de ser una muestra de debilidad, sería la única ironía honesta en medio de una comedia de enredos institucionales.

Quizás así, la silla del fiscal general deje de ser el mejor ejemplo de permanencia injustificada y volvamos a creer (aunque sea un poco) en la dignidad de nuestras instituciones.

*** Juan Carlos Arce es ex letrado del Tribunal Supremo y del CGPJ y académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.