Pedro Sánchez, presidente del Gobierno.

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno. Andrew Kelly Reuters

LA TRIBUNA

Así se ha acabado con el espíritu constitucional

El regionalismo inicial del 78 se convirtió en golpismo en 2017. Así que el siguiente paso hacia la quiebra del sistema debía darlo, según el autor, un gobierno nacional.

26 diciembre, 2022 02:58

Si nadie quiere verlo, que al menos nos dejen contarlo.

Estamos presenciando algo que se previó hace tiempo. La desintegración de la Nación española y, por supuesto, del régimen constitucional del 78 a manos de una partidocracia irresponsable.

Alberto Núñez Feijóo escucha las palabras de Pedro Sánchez en el Senado.

Alberto Núñez Feijóo escucha las palabras de Pedro Sánchez en el Senado. Susana Vera Reuters

Que unos partidos hayan tenido más responsabilidad que otros es algo de lo que no cabe duda. Pero la culpa, finalmente, es de todos por no haber evitado lo que estaba en sus manos. Sólo ha hecho falta la llegada al poder de un nihilista para que nuestro sistema político, si no lo remediamos pronto, salte por los aires.

La democracia es el sistema que garantiza la libertad política del pueblo. Dispone de dos mecanismos fundamentales para ello. Una verdadera representación política de la sociedad en el Poder Legislativo y una auténtica separación de poderes. Con estas dos condiciones y una declaración de derechos fundamentales sustentada sobre el monopolio legítimo de la violencia (el Estado de derecho) se arma una democracia formal.

Al menos en la teoría.

La cuestión clave es averiguar si estos mecanismos han quedado blindados ante cualquier ataque. Es lo que diferencia las democracias auténticas, las garantistas, de las que no lo son, por basar su buen funcionamiento en la responsabilidad de sus gobernantes.

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Nuestra Constitución (CE), desgraciadamente, no es garantista. Si las Cortes constituyentes estaban preñadas o no de buenas intenciones es algo que no merece la pena discutir medio siglo después del alumbramiento. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que nació infectada con el virus de la partidocracia.

Las cúpulas de los partidos han dispuesto de un poder omnímodo en España por la capacidad que les concedió el sistema electoral, a través de los artículos 68.2 y 68.3 de la CE y de la LOREG, para hacer las listas electorales a su antojo.

Desde 1978 han sentado a sus peones de brega en el Parlamento y, contraviniendo el artículo 67.2 de la CE, les han ordenado, a través de la farsa procedimental parlamentaria, aprobar todo lo legislado en las sedes de los partidos y nombrar a los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo de RTVE, del Tribunal de Cuentas, del Consejo de la CNMV, al defensor del Pueblo, al presidente de la Agencia EFE, etcétera.

Desde 1985, también a la mayoría de los jueces y magistrados que componen el CGPJ, órgano encargado de elegir a los magistrados del Supremo, entre otros.

"¿Cómo se entiende que, de los 120 diputados socialistas, no haya uno que se identifique con el 90,5% de sus votantes?"

El criterio para todas estas selecciones, muy por encima de las competencias técnicas para el cargo, ha sido la afinidad política del candidato. Desde entonces, no ha habido una ley genuina del Parlamento y ni un solo órgano e institución importante que no haya sido elegido a dedo desde las sedes de los partidos políticos.

Digámoslo claro, porque quizá la próxima vez tengamos que hacerlo en otras condiciones, y porque conviene dejar constancia escrita de que al menos una parte de la sociedad es plenamente consciente del engaño y del peligro que supone un régimen partidocrático.

El Parlamento, como tal, no existe en España.

Porque una institución que representa exclusivamente a los jefes de los partidos políticos en vez de a los ciudadanos no es digna de tal nombre, al menos en una democracia liberal. Esta circunstancia, además de atentar contra los principios teóricos más elementales de la democracia, está permitiendo que se socaven sus cimientos.

Nuestra Constitución no se blindó contra los ataques a la democracia. Prueba de ello es que, sin necesidad de desarrollar los complejos procedimientos de reforma descritos en el Título X, un gobierno pudo cambiar las reglas de elección del CGPJ en 1985, quebrando la independencia del Poder Judicial que prescribe nuestra Carta Magna

Y hoy otro gobierno lo va a volver a hacer.

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La diferencia entre un momento y otro radica en que el primer gobierno, el de Felipe González, no utilizó a los jueces para quebrar el resto de los valores consensuados. La unidad nacional, la monarquía parlamentaria, la concordia, las libertades civiles, el europeísmo y la economía de mercado siguieron siendo lugares comunes.

El de Pedro Sánchez, sin embargo, de la mano del golpismo catalán y del populismo identitario de extrema izquierda admirador de todo gobierno que pretenda aniquilar la libertad, se encamina a derribar el consenso sobre el que se construyó el régimen del 78.

Otra prueba de que nuestra débil democracia no está blindada contra el poder de cualquier gobierno amoral es el cegador contraste observado entre la opinión pública reflejada en las encuestas y la voluntad manifestada por el Parlamento-alfombra que nos toca sufrir.

Muchos ciudadanos atentos a la actualidad se preguntarán cómo es posible que se estén aprobando leyes que cuentan con índices de rechazo popular estremecedores. Me refiero, por ejemplo, a la rebaja de las penas por el delito de malversación de fondos públicos, que llega a tener una oposición ciudadana del 95%, según una encuesta publicada en EL ESPAÑOL.

Dejando a un lado al golpismo independentista y al chavismo, cuyos votantes saben que su objetivo siempre ha sido quebrar la unidad nacional y las libertades, ¿cómo es posible que Pedro Sánchez logre aprobar una ley teniendo en contra al 95% de los españoles, al 90,5% de los votantes socialistas y a decenas de cargos públicos y barones del PSOE?

¿Cómo se entiende que, de los 120 diputados socialistas, no haya uno que se identifique con el 90,5% de sus votantes?

Aritméticamente, tendrían que haber votado en contra 108 diputados. La cruda realidad ha sido cero. Ni un solo diputado se ha identificado con sus votantes. Lo que implica, no nos engañemos más, que este Parlamento no es otra cosa que el felpudo por donde pisa la cupulocracia.

Una Constitución garantista tiene en el Poder Legislativo un arma formidable contra el poder del Ejecutivo. Esto constituye la más pura esencia de la democracia. Nos lo enseñó Montesquieu al hablar de la separación de poderes en El espíritu de las leyes, y de ello no queda ni rastro en nuestro sistema político.

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Al tener atenazados por el estómago a los parlamentarios, quebrando el mandato representativo que tanto defendieron Burke y Sieyès en los albores de la Revolución francesa y que prescribe la Constitución Española en su artículo 67.2, la partidocracia ha liquidado de facto el Parlamento.

Este no sirve absolutamente para nada.

Bastaría con que acudiese a cada votación un diputado de cada partido para transmitir cuál es la voluntad del grupo, incólume e inquebrantable. Dada la pauperización intelectual a la que lleva la falta de libertad en todo ámbito, tras 44 años de partidocracia, la inmensa mayoría de sus señorías viviría bastante peor si tuviera que ganarse la vida como el resto de los españoles.

"El regionalismo del 78 se transformó en nacionalismo, para pasar a ser soberanismo, luego independentismo y, finalmente, golpismo"

A pesar de ir erosionando la nación, legislatura tras legislatura, debido a que las mayorías parlamentarias sólo se supieron construir negociando con los enemigos de España (a causa del prejuicio ideológico que impide pactos entre el centroderecha y el centroizquierda), la estructura constitucional ha permanecido en pie mientras los dos grandes partidos nacionales han respetado las reglas de juego, sobre la base de una mentira original, tratada con el "como si" kantiano.

Haciendo "como si" el régimen fuera una democracia representativa, "como si" el Poder Judicial fuera independiente de la clase política y "como si" el objetivo del nacionalismo nunca hubiese sido la independencia, sino obtener más dinero y competencias.

En la medida en que los dos grandes partidos respetaran el consenso oligárquico no iba a haber grandes problemas, pensaban las clases dirigentes mientras nos iban acercando al abismo.

Cuantas más legislaturas discurrían, cuanto más se negociaba con el independentismo, más nos acercábamos a la línea roja que marca el límite de nuestra existencia colectiva.

El regionalismo inicial del 78 enseguida se transformó en nacionalismo, para pasar a ser soberanismo, luego independentismo y, finalmente, en 2017, golpismo.

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El siguiente paso hacia la quiebra del sistema debía darlo, necesariamente, un gobierno nacional, razón por la cual la élite se sentía segura. No habría gobierno ni gobernante capaz de semejante osadía. Pero llegó el día. El gobernante capaz de romper todo acuerdo y espíritu constitucional, que era oligárquico, no del todo democrático, pero nacional y liberal, llegó. Se llama Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

Entiendo que todo esfuerzo inmediato a realizar por la nación se circunscriba a sacar del poder a este gobernante por la vía de las urnas para poder dar un paso hacia atrás en nuestra derrota hacia el abismo. Sin mociones de censura, por supuesto, porque en un Parlamento como el nuestro estas, sin pacto previo entre oligarcas, representan otro "como si" más, otro brindis al sol de la democracia.

Pero espero de veras que podamos dedicar una pequeña porción de nuestro tiempo a analizar por qué hemos llegado hasta aquí. Mientras nos sentimos abrumados por la incertidumbre de no saber si el sistema político español será capaz de resistir a Sánchez, debemos concluir que, sin un Parlamento libre que sólo puede ofrecer un nuevo sistema electoral, nuestro futuro seguirá a merced del próximo temerario que llegue al poder.

*** Lorenzo Abadía es empresario, analista político y portavoz de la campaña Otra Ley Electoral.

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