Ursula von der Leyen celebra el Día de la Independencia de Ucrania en Bruselas.

Ursula von der Leyen celebra el Día de la Independencia de Ucrania en Bruselas. Reuters

LA TRIBUNA

¿Tienen los líderes de la UE el nivel político que necesitamos?

La mediocridad de los actuales presidentes de las instituciones europeas no es un problema nuevo. Pero proseguir con la elección de figuras de bajo nivel resultará letal para la UE. 

26 agosto, 2022 01:59

Los acontecimientos políticos de los últimos meses han dado lugar a una infinidad de análisis sobre la enésima crisis que atraviesa la Unión Europea: la del liderazgo. Apenas nueve meses después de la marcha de Angela Merkel, ninguno de los principales líderes del continente goza de una excelente salud política.

Mientras Olaf Scholz sigue sumido en sus contradicciones internas y Emmanuel Macron trata de rehacerse de un costoso proceso electoral, Italia podría dirigirse, tras la caída de Mario Draghi, hacia un Gobierno ultraderechista.

Olaf Scholz posa frente a un vehículo antiaéreo alemán.

Olaf Scholz posa frente a un vehículo antiaéreo alemán. Reuters

Pocos analistas, sin embargo, se han centrado en la otra cara de la moneda. El escaso nivel de algunos líderes comunitarios, fruto de un proceso de elección opaco y en el cual priman intereses nacionales y cortoplacistas sobre el funcionamiento de la UE en su conjunto. 

La relativa mediocridad de los presidentes de las instituciones europeas no es un problema nuevo. Tras las elecciones europeas de 2009, las primeras posteriores a la ratificación del Tratado de Lisboa, los Veintisiete se reunieron para llevar a cabo un reparto de carteras al cual se sumó un cargo de reciente creación: el presidente del Consejo Europeo.

Aunque sonaron candidatos como Felipe González o Jean-Claude Juncker, el gran protagonista de la cumbre fue Tony Blair, propuesto por el Gobierno británico tras haber abandonado Downing Street en 2007.

Su nombramiento, sin embargo, fue visto con malos ojos por los Veintisiete. Para algunos, el laborista no sería más que un showman. Para otros, su atlantismo y la guerra de Irak le incapacitaban para el cargo.

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Más interesante, sin embargo, fue una tercera corriente, que vio en Blair otro riesgo. Que su talla política, sus contactos y su federalismo europeo eclipsaran a las capitales, haciendo de la presidencia del Consejo Europeo un cargo más poderoso de lo deseable. 

Una vez rechazada la candidatura de Blair, la presidencia del Consejo recayó sobre Herman Van Rumpoy, hasta entonces primer ministro belga. La Alta Representación, por otra parte, fue asignada (como premio de consolidación) al Gobierno británico. Tras ser rechazada por David Miliband, resultó elegida Catherine Ashton, una ministra desconocida por su propio electorado, quien contaba con apenas diez meses de experiencia como Comisaria Europea y cuyo nombramiento fue tildado por el euroescéptico Daily Telegraph como "el más ridículo en la historia de la UE".

"Era difícil pensar que Mogherini fuera la mejor candidata. La italiana contaba con menos de un año de experiencia ministerial y gozaba de una trayectoria mucho menos contrastada que posibles rivales"

Algo parecido sucedió en 2014, cuando la socialista Federica Mogherini, hasta entonces ministra de Exteriores italiana, fue propuesta como Alta Representante. Una vez más, era difícil pensar que Mogherini fuera la mejor candidata. La italiana contaba con menos de un año de experiencia ministerial y gozaba de una trayectoria mucho menos contrastada que posibles rivales como el neerlandés Frans Timmermans (por aquel entonces, ministro de Exteriores), el primer ministro italiano Enrico Letta o la búlgara Kristalina Georgieva, quien contaba con una destacada carrera en el Banco Mundial y en la Comisión.

Varios factores primaron, sin embargo, sobre estas consideraciones. En primer lugar, el equilibrio partidista, que descartaba a la conservadora Georgieva. En segundo lugar, consideraciones geográficas, que aconsejaban la elección de una candidata del sur, imposibilitando, por ello, la de Timmermans.

Por último, las luchas fratricidas dentro del propio Gobierno italiano. Una vez decidido que el puesto recaería sobre un italiano, la candidatura de Enrico Letta fue vetada por Matteo Renzi, su sucesor y archienemigo dentro del Partido Democrático, en favor de su aliada Mogherini, una Alta Representante cuya trayectoria acumuló más sombras que luces. 

Ni el análisis de estos repartos de carteras es un ejercicio meramente académico, ni su interés es puramente histórico. Sus consecuencias sobre el funcionamiento de la Unión Europea son evidentes. Para entender, por ejemplo, la inacción de la Comisión Von der Leyen ante la regresión democrática en Hungría y Polonia basta con remontarse a mediados de 2019.

Tras las elecciones europeas, las capitales europeas llegaron a un acuerdo mediante el cual el socialista Frans Timmermans, hasta entonces vicepresidente de la Comisión y responsable de la cartera de Estado de derecho, pasaría a presidir el ejecutivo comunitario.

La propuesta de Timmermans fue llamativa. Lustros más tarde, la Comisión sería presidida por un socialista. Su candidatura, sin embargo, fue bloqueada por los ejecutivos de Hungría y Polonia, que vieron en el neerlandés (uno de los políticos más beligerantes contra la regresión democrática en ambos países) un enorme peligro para su estrategia de captura constitucional de sus respectivas instituciones.

"Ursula von der Leyen es una presidenta de la Comisión lastrada por sus apoyos políticos, incapaz de hacer frente a Varsovia y Budapest, y que se ha mostrado impasible ante la metástasis jurídica que sufre la Unión"

Fue el veto de ambas capitales, de hecho, el que propició que la presidencia de la Comisión recayese sobre Ursula von der Leyen, una ministra de segunda fila en el Gobierno de Merkel cuyo principal mérito, apuntó Patryck Smith en el Irish Times, era "no ser Frans Timmermans".

La candidatura de von der Leyen recibió el apoyo tácito de dos actores fundamentales. Por una parte, el Partido Popular Europeo, la familia política de la futura presidenta y, por aquel entonces, también la de Viktor Orbán.

Por otra, un Emmanuel Macron que receló de la fuerza política de Timmermans y que prefirió no enfrentarse abiertamente a Budapest y Varsovia en aras de la supuesta "unidad" del bloque. También consiguió, a su vez, que su familia política se hiciese con las presidencias del Consejo Europeo (Charles Michel) y el BCE (Christine Lagarde).

El precio a pagar, sin embargo, ha sido enorme: una presidenta de la Comisión lastrada por sus apoyos políticos, incapaz de hacer frente a Varsovia y Budapest, y que se ha mostrado impasible ante la metástasis jurídica que sufre la Unión.

En la crisis de liderazgo que atraviesa la Europa posterior a Merkel, el elefante en la habitación son sus propias instituciones. No es, por supuesto, una patología que afecte a todos por igual. La crisis ucraniana ha sacado al mejor Josep Borrell, mientras que figuras como Magrethe Vestager o Frans Timmermans, vicepresidentes ejecutivos de la Comisión, llevan años mostrando su valía política.

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Sí deja claro, sin embargo, que los repartos de carteras son uno de los grandes problemas estructurales de la Unión. Como si de un cónclave papal se tratara, priman cálculos nacionales, equilibrios partidistas y consideraciones tácticas sobre los intereses de la UE en su conjunto. 

"¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?", se preguntaba Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon, denunciando la complejidad institucional de la UE. Casi medio siglo después, los riesgos que sufre Europa son otros. Que, ante la mediocridad de sus altos cargos políticos, sus aliados opten por no descolgar el teléfono y sus rivales traten de paralizar su funcionamiento interno.

A este peligro hizo referencia Borrell cuando, a principios de marzo, reflexionaba sobre la respuesta europea ante la invasión de Ucrania. "Putin no lo esperaba", apuntó Borrell. "Cuando mandó 27 cartas, a todas las capitales […] tratando de ignorar a la UE como actor y buscando respuestas diferentes para dividirnos, se encontró como respuesta una sola carta firmada por mí […] Mire, le contesta la UE".

A menos dos años del próximo reparto de carteras, que tendrá lugar tras las elecciones europeas de 2024, los Veintisiete deben plantearse sus prioridades estratégicas. Una Europa que quiera fortalecerse deberá ser capaz de elegir a líderes de primer nivel (figuras que, frente a las presiones y los cálculos de las capitales, ejerzan su función de velar por los intereses de la Unión).

Lo contrario (proseguir con la elección de figuras mediocres, que no planten batalla o que sirvan como meros peones políticos del Consejo) podrá beneficiar a los Veintisiete a corto plazo, pero resultará letal para una Unión Europea que sucumbirá ante sus propias contradicciones internas.

*** Guillermo Íñiguez es doctorando en Derecho europeo en la Universidad de Oxford.

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