Pedro Sánchez sale del Congreso tras el Debate sobre el estado de la Nación.

Pedro Sánchez sale del Congreso tras el Debate sobre el estado de la Nación. EFE

LA TRIBUNA

Pedro Sánchez sobre las ruinas de la legalidad

El Gobierno de Sánchez ha sabido entender mejor que ningún otro que la política y el teatro tienen mucho en común. Y que si en la primera lo decisivo es el hecho, en la segunda lo es la apariencia.

15 julio, 2022 03:08

Nerón aprovechó el fuego que arrasó Roma para construirse un nuevo palacio: la Casa de Oro, la Domus Aurea. La construcción del amplio complejo palaciego exigió de una inversión importante que se obtuvo gracias a una reforma tributaria que elevó la presión fiscal en las provincias del imperio.

El Grupo Parlamentario Socialista aplaude a Pedro Sánchez en el Congreso.

El Grupo Parlamentario Socialista aplaude a Pedro Sánchez en el Congreso. EFE

Ya en el primer siglo después de Cristo los ciudadanos debían soportar los caprichos del despotismo (ilustrado o no) y de esas políticas impositivas oportunistas en las que, habitualmente, prima más el antojo que la necesidad. Más la fantasía que la realidad.

La caricatura que de Nerón se ha hecho con el paso de los siglos tiene más que ver con sus actos personales que con lo que en verdad fue su reinado en términos administrativos o políticos. Nadie sabe con certeza si el emperador tocaba su lira cuando las llamas devoraban la capital, o si tuvo o no remordimientos por ordenar el shakesperiano asesinato de su madre.

Como ocurre con frecuencia, la leyenda y la realidad se funden en una sola cosa, difusa y lejana, gobernada por la incertidumbre.

Sin embargo, sí podemos garantizar que Nerón, igual que tantos otros personajes históricos, fue un oportunista. Un gobernante sin demasiados escrúpulos que no dudó jamás en valerse de las circunstancias y de la legalidad coyuntural para, incluso con Roma humeante, proyectar un plan urbanístico adaptado a sus intereses.

Salvada la distancia temporal, nada envidian al periplo de Nerón los últimos cuatro años de política en España. Ahora, igual que entonces, la pertinencia personal ha regido sobre la necesidad social. Y si esto último ha sido posible es en gran parte gracias a la particular interpretación que han hecho del ordenamiento jurídico el Gobierno y su presidente.

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Es crucial comprender, pues así lo ha ejemplificado siempre, que Pedro Sánchez sólo acepta la noción de legalidad como instrumento y nunca como límite.

Para cualquier gobernante (salvo, lógicamente, para aquellos que nada tienen que ver con la democracia) las leyes, como resultado de la soberanía, son elementos franqueables. Franqueables pero que, en la medida de lo posible, deben respetarse al menos formalmente. Porque tras ellas existe un consenso más que temporal y que cumple los predicados de abstracción, generalidad y vocación de vigencia.

Las leyes (las normas jurídicas, en términos más rigurosos) existen porque fijan un marco de convivencia. Por eso la expresión "Estado de derecho" es, sobre todo y ante todo, una manifestación del respeto que ha de exigirse a los poderes públicos en su relación con la legalidad.

Una legalidad que no es autónoma de la política, que nace y transmuta con ella. Pero que, en última instancia, es producto de unos valores metalegales de rango cultural incuestionable.

La batalla del Gobierno en estos años ha sido cultural. O, mejor dicho, contracultural. El objetivo, travestir la legalidad para sustituir los principios constitucionales por el oportunismo de un presidente.

"La batalla contracultural de Sánchez ha sido contra todos. Jueces, partidos de la oposición, medios de comunicación. Y, ahora, también contra los ciudadanos"

El uso obsceno e indiscriminado de los reales decretos leyes; el cierre del Parlamento durante lo peor de la pandemia; la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para bloquear el CGPJ y, con él, el funcionamiento ordinario de la Justicia; o los nombramientos judicialmente anulados en la Agencia Española de Protección de Datos son sólo algunos de los ejemplos que evidencian lo anteriormente expuesto.

Que la legalidad, para este Gobierno, nunca ha sido un límite, sino una herramienta que se puede y que conviene corromper. Sobre todo cuando la censura llegará tarde y con un Tribunal Constitucional al que previamente se ha deslegitimado en los medios.

La batalla contracultural de Sánchez ha sido contra todos. Jueces, partidos de la oposición, medios de comunicación. Y, ahora, también contra los ciudadanos, más preocupados de sobrevivir a la vorágine inflacionista que del hachazo a la economía y la productividad que significará la reforma (casi) aprobada de la Ley Concursal.

El Gobierno de Sánchez ha sabido entender mejor que ningún otro que la política y el teatro tienen mucho en común. Y que si en la primera lo decisivo es el hecho, en la segunda lo es la apariencia.

Como en un juego de engaño y desconcierto, el primero ha sido sustituido por la segunda. Y ahora, cuatro años después, todo es impostado en la nueva normalidad.

Lo son las normas aprobadas y su pretensión de utilidad a largo plazo. Lo son los compromisos institucionales publicitados en consejo extraordinario de ministros. Y lo es la magnificencia estadista desplegada con la cumbre de la OTAN.

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El presidente, igual que Nerón, es un oportunista con aspiraciones de Maquiavelo que naufraga como un prófugo de la responsabilidad sin demasiado criterio y con una sola idea clara: que el poder es poder cuando se tiene.

En eso tiene razón.

Pero ya lo había escrito antes el de Florencia, aunque Sánchez no lo haya leído. Todo son apariencias. Se aplaude la irrelevancia de los hechos.

Trajeado, sonriente, feliz de ese momento para el que lleva preparándose toda la vida, el presidente es un nuevo y floreciente Jay Gatsby que exhibe indecoroso su fortuna política levantada con tanto esfuerzo y contra todos.

"El legado político del Gobierno de Sánchez será tan inexistente como lo ha sido la bondad de su principio fundamental: convertir la ley en vasalla de sus intereses"

Pero esa fortuna, como la del protagonista de Scott Fitzgerald, no es real. El legado político del Gobierno de Sánchez será tan inexistente como lo ha sido la bondad de su principio fundamental: convertir la ley en vasalla de sus intereses.

Símbolo de decadencia, exceso y vergüenza, la Domus Aurea ideada por Nerón nunca fue concluida. Los emperadores posteriores ordenaron retirar lo construido con piedras preciosas, mármol y marfil. Tras ellos, sólo quedó espacio para las ruinas. El icono del oportunismo de un pretencioso emperador sepultado bajo el polvo y la burocracia.

Mientras un fuego silencioso incendia España y sus clases medias, un presidente busca la inspiración en la soledad de un palacio. Quizá como el emperador romano, Sánchez sólo es un hombre, uno más como tantos, cuyo principal valor es tener el poder de decidir y haberlo hecho pese a cualquier legalidad.

Quizá, a pesar a todo, las decisiones de Sánchez, como lo fueron antes las de Nerón, sean inanes, estériles y olvidables. Quizá España, como Roma, pueda renacer de sus cenizas.

Quizá nunca veamos la Domus Aurea. Pero sí podremos resurgir desde las ruinas de la legalidad.

*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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