El famoso chef Ferran Adrià.

El famoso chef Ferran Adrià.

LA TRIBUNA

De Ferran Adrià a la nada

La acrítica adulación a Ferran Adrià forma parte de esta orgía ideológico-culinaria que inspira al nuevo siglo, donde hay tantos druidas como curanderos en el lejano Oeste.

26 julio, 2021 03:07

Tomé asiento en aquella barra, tras la cual el servicio se confundía con la cocina. Frente a los comensales danzaban unos presuntos camareros. Locuaz verborrea, mensajes culinarios de una tiranía extraña al modélico laborar de siempre, el de las venerables barras españolas. En Barcelona, años ha, la del Botafumeiro había ganado fama nacional por la diligencia, el despliegue de confort, los galones y el salpicón de bogavante. Los camareros de ahora, ataviados con delantales de color caca, traían noticias de lo que se cocía unos metros atrás en los fogones. Me recordó al modelo McDonald's, las patatas fritas cayendo sobre el acero, los pitidos de las máquinas que avisan de la exacta fritura y las mangas industriales depositando la cantidad precisa de salsa barbacoa sobre las hamburguesas.

Con algo más de finura y espectáculo de gestos (aunque parecida pornografía), yo veía a los pinches y cocineros concentrados en el arte de soasar unos muslos de codorniz o decorar un huevo poché con una fina lluvia de cebollino. Había leído de un comentarista que ese era el mejor restaurante de Europa, pardiez, así que me puse en manos del señorito con delantal, lo traté de tú como él a mí y me mecí por un rato en una ingenuidad, digamos, de cartón piedra.

Mientras trasegaba un vino de nombre imposible y antipática astringencia (casi digno de ser cortado con agua, como hacían los griegos), observaba el quehacer bajo las campanas de humo: sifones, goteros y muchas cosas conservadas en bolsas de plástico al vacío. Hay que ser siempre favorable al progreso, incluso el de inspiración druídica. En la breve experiencia que es la vida debemos admitir, con la soltura de que seamos capaces, nuestra condición de conejillos de Indias. Pero hacerlo a cualquier precio y en manos de quien sea ya es otro cantar. Y en esta orgía ideológico-culinaria que inspira al nuevo siglo hay tantos druidas como curanderos y charlatanes en el lejano Oeste.

El fenómeno no es extraño a una tradición española de obrar según la carga testicular

Recordé los sueños del esplendor adrianista (no el emperador), a su prole barcelonesa, la ridícula y acrítica adulación del genio de El Bulli. Si algo trasciende de la ingenuidad de los hombres, o conejillos, es su primorosa volubilidad. Hubo un matrimonio de teutones (está recogido el testimonio en un documental grabado en el nombrado restaurante de Roses) que concibieron su cena allí como una experiencia ritual, cuasi sagrada, cargada de silencio y constricción ante lo que se ponía sobre la mesa. Uno llega muchas veces al ridículo, cuidémonos de hacerlo a edades ya maduras y con cámaras filmando; no seríamos entonces dignos de respeto, sino de chanza

Alcé la copa y rogué al camarero un Ribera del Duero, ojalá aterciopelado y robusto como las posaderas de una diosa. Pero fui levemente censurado en consideración a lo que estaba comiendo. La cocina profesional, grotesco templo de la gran nación de imbéciles, no le permite a uno desear nada fuera del ideal. Un ideal amarrado por una especie de estilo hipócrita avanzado (siguiendo los ciclos del viejo Von Rumohr aplicados a la gastronomía: estilo severo, estilo amable y estilo hipócrita).

Citaba antes a los aduladores de Adrià, fenómeno tan barcelonés, eco deformado de cultura gastronómica. Hombre, después de la debacle fin de siècle (el abrazo del turista) y a tenor de lo que queda del cocinero de Hospitalet de Llobregat, todo parece más bien esperpéntico. Uno de los argumentos de dicho clan es que Adrià trajo la higiene a la cocina española. No se puede afirmar algo así excepto desde una profunda ignorancia aderezada de extraordinaria osadía.

Si bien el fenómeno no es extraño a una tradición española de obrar según la carga testicular y compitiendo por el tamaño de las filias y las fobias. Tampoco hubo mucho debate sobre esto, ni se echó en falta, aunque Santamaría escribiera en la época un libro razonable. Decía Revel que “hay gastronomía cuando hay polémica permanente entre antiguos y modernos y cuando hay un público capaz, por su competencia y riqueza, de arbitrar tal querella”.

Me preguntaba qué nos ha quedado, cuál ha sido la ganancia de todo el estruendo gastronómico

Leídos ciertos libelos periodísticos a propósito de la muerte del de Can Fabes, figura crítica con la cocina molecular de los Adrià y Blumenthal (qué bonito y sugestivo hubiera sido esto en Francia), sólo permanece la melancolía. Bueno, y la insufrible legión de chefs adrianistas que ha poblado durante años las cocinas del país. De esto no tendría culpa directa el cocinero de El Bulli, si bien es difícil no señalar, por ejemplo, a Friedrich por intoxicar con su monstruoso El caminante sobre el mar de nubes a tantas generaciones posteriores.

Antes de pagar la cuenta, abultada según las leyes no escritas de la experiencia gastronómica, pedí perdón al camarero por no haber sabido atenerme al canon de su menú, ni en los tiempos ni en las abigarradas instrucciones de uso de cada manjar. También por mi resistencia a eso que llaman maridaje, aburridísima letanía sobre el vino y la comida. Pedí un taxi, aboné la minuta (no tengo amigos restauradores, ni deseo tenerlos, soy sólo un cliente con una larga cartera) y volví a las calles de Barcelona, sus sueños de piedra y amores quebradizos.

Me preguntaba qué nos ha quedado, cuál ha sido la ganancia de todo el estruendo gastronómico. Quizás nada, aparte de una simpática enajenación que nos lleva todavía a declararnos con pompa lo que ya no somos (y probablemente nunca fuimos). Queda la inconsistencia barcelonesa, tan proclive a las ventoleras culinarias como a las políticas. Mientras, los demás siguen trabajando al galope del futuro, y así siempre.  

*** Carlos García-Mateo es escritor.

Ven que te etiqueto

Anterior

Ven que te etiqueto

Siguiente