La España de 2025 ha ardido mientras Gobierno, oposición y presidentes autonómicos discutían sobre competencias y reparto de responsabilidades. Con 393.279 hectáreas calcinadas hasta agosto, el país ha hecho frente a la peor crisis de incendios de este siglo.
Pero más preocupante que las llamas ha sido la evidencia palmaria de que nuestro modelo territorial ha mostrado su lado más disfuncional precisamente cuando más lo necesitábamos: ante una gran emergencia nacional.
El debate sobre quién tiene la competencia y quién debe actuar primero no es una cuestión menor de ingeniería constitucional. Es, literalmente, una cuestión de supervivencia nacional.
Cuando Zamora, Orense y León han concentrado tres de cada cuatro hectáreas quemadas, cuando cincuenta y tres grandes incendios han asolado el país este verano frente a una media anual de diecisiete, la fragmentación competencial no es una virtud descentralizadora: es un obstáculo mortal.
España cuenta con 22.000 bomberos repartidos en más de 120 servicios. Una cifra aparentemente robusta que esconde una realidad aberrante: estos profesionales no pueden desplegarse con agilidad allí donde más se les necesita debido a las barreras burocráticas del Estado autonómico.
Los bomberos de Badajoz no pueden acudir automáticamente a sofocar un incendio en León sin que medien complejas negociaciones administrativas entre el gobierno autonómico extremeño y el de Castilla y León.
Esta fragmentación resulta especialmente grotesca cuando se contrasta con la UME, que no tiene "batallones autonómicos", sino que despliega sus 3.400 efectivos donde los necesita la nación.
¿Por qué la lógica que funciona para la defensa nacional no se aplica a la defensa medioambiental?
La gestión de Pedro Sánchez durante la pandemia ilustró perfectamente este problema estructural. Tras asumir inicialmente el control total con el estado de alarma, en agosto de 2020 cambió radicalmente el enfoque al ofrecer a las comunidades autónomas que fueran ellas quienes pidieran el estado de alarma.
Esta maniobra política transfirió el coste político de las decisiones más duras a los gobiernos regionales, pero también fragmentó la respuesta nacional en diecisiete enfoques diferentes.
El mismo patrón se repite con cada crisis. En la DANA de Valencia, Sánchez evitó hacer autocrítica y señaló directamente a Carlos Mazón: "No ha fallado el sistema, han fallado algunas de sus piezas".
Tras el apagón energético de abril, culpó sistemáticamente a "la responsabilidad de los operadores privados".
En La Palma, tres años después de la erupción, los damnificados siguen viviendo en contenedores marítimos mientras las ayudas prometidas no llegan y el presidente rechaza reunirse con los afectados.
Isabel Díaz Ayuso propuso en diciembre de 2024, durante la Conferencia de Presidentes en Cantabria, la creación de una Secretaría de Estado de Emergencias "con refuerzo de los sistemas de prevención, mando y coordinación del Estado ante catástrofes de interés nacional".
También sugirió una Ley de Coordinación de Servicios de Extinción de Incendios que permitiera "aprovechar de manera eficaz, ante grandes emergencias, las capacidades de los 22.000 bomberos" dispersos por todo el territorio.
La propuesta de la presidenta madrileña no es una ocurrencia populista, es puro sentido común. Los desastres naturales no entienden de fronteras autonómicas, pero nuestro sistema de respuesta sí.
El resultado en la práctica es que mientras el fuego se extiende de Castilla y León a Galicia sin solicitar permisos administrativos, los recursos para combatirlo permanecen encorsetados en diecisiete compartimentos estancos.
Los defensores del modelo autonómico argumentan que las comunidades conocen mejor su territorio y, por tanto, pueden responder más eficazmente.
Es un argumento válido para muchas políticas públicas, pero falaz ante las grandes emergencias. Cuando un incendio supera las 10.000 hectáreas, cuando una DANA arrasa comarcas enteras, cuando un volcán sepulta poblaciones, la "proximidad" autonómica se convierte en miopía estratégica.
Las crisis climáticas del siglo XXI requieren respuestas de siglo XXI, no de 1978. Necesitamos una respuesta técnica, profesional y única, no diecisiete respuestas políticas fragmentadas. Las comunidades autónomas deben aportar información, conocimiento local y recursos, pero la dirección ejecutiva debe ser nacional.
España ha perdido ya más de 340.000 hectáreas este año, una superficie superior a la provincia de Álava. Cuatro personas han perdido la vida. Miles han sido evacuadas. Los daños económicos se cuentan por miles de millones.
Pero el coste más grave es la pérdida de confianza en las instituciones cuando los ciudadanos comprueban que, en los momentos más críticos, sus representantes se dedican a dirimir competencias en lugar de salvar vidas.
El Estado autonómico ha demostrado sus virtudes en muchos ámbitos, pero también ha evidenciado sus limitaciones estructurales ante las grandes crisis nacionales.
Mantener la ficción de que diecisiete sistemas de emergencias diferentes pueden responder eficazmente a desastres que no reconocen fronteras administrativas no es defender la descentralización: es condenar a España a la ineficacia perpetua cuando más necesita la unidad de acción.