Los inversores y el sector financiero español llevan más de un año pendientes de la posible fusión entre BBVA y Banco Sabadell desde aquel mayo de 2024 en que se desvelaron las primeras intenciones de la entidad presidida por Carlos Torres.
Hoy, la operación sigue bloqueada en un laberinto político y regulatorio que parece no tener salida clara.
Porque el Gobierno, con su decisión de autorizar la operación, pero con la condición de que durante los tres próximos años ambas entidades mantengan personalidad jurídica, patrimonios separados y autonomía en la gestión de su actividad, ha complicado de forma decisiva que el BBVA pueda hacerse con Sabadell.
Porque las condiciones del Gobierno desincentivan la operación y, de facto, la hacen casi inviable.
La pregunta es inevitable. ¿Le merece la pena al BBVA seguir adelante en este escenario?
El Ejecutivo ha impuesto una batería de medidas que vacían de sentido la fusión. Exige mantener ambas marcas y estructuras durante al menos tres años, impide realizar despidos, limita la posibilidad de sinergias y prohíbe ofertas cruzadas entre las entidades.
Estas condiciones, lejos de responder a una lógica de mercado, parecen diseñadas para desactivar cualquier incentivo del BBVA a continuar con la operación, sumiendo el proceso en una parálisis que perjudica a ambas entidades y a sus accionistas.
La decisión del Gobierno se produce en un contexto donde la operación ya estaba bajo el escrutinio de las instituciones europeas. Bruselas ha advertido que no parece necesario añadir más obstáculos, sobre todo cuando el Banco Central Europeo ya había dado su visto bueno y las autoridades de Competencia en España habían puesto sus condiciones.
Sin embargo, el Ejecutivo ha optado por contentar a sus socios parlamentarios, especialmente a aquellos (los partidos independentistas catalanes, Sumar y Podemos) que ven con recelo la entrega de una entidad señera catalana a un grupo vasco, embarrando aún más el terreno de juego.
El Gobierno justifica su intervención en la necesidad de proteger la competencia y el empleo, y es cierto que siempre es positivo garantizar un mercado competitivo.
El informe analizado por el Consejo de Ministros incide en el riesgo que hay para el crédito a las pymes; y pone como ejemplo el efecto negativo que tuvo en este segmento la fusión Caixa-Bankia.
Una operación, por cierto, que fue impulsada por el propio Ejecutivo y de la que se beneficia como accionista a través del Frob. Quizá, por tanto, debería haberse prestado más atención a este punto en concreto.
BBVA asegura que existe competencia de sobra en el mercado, y que es factible fusionar ambas entidades. Sin embargo, es cierto que en el segmento de créditos al consumo y en el de las hipotecas existen múltiples actores, tanto grandes como pequeños, pero muy potentes.
Sin embargo, en el negocio de créditos a pymes, Sabadell es una pieza clave.
En este sentido, el Ejecutivo acierta al promover medidas que protejan al Sabadell, aunque la forma de hacerlo resulte cuestionable.
El Banco de España, por su parte, reconoce que hay margen para fusiones entre entidades medianas y pequeñas, pero no tanto entre grandes y medianas.
En línea con lo que pide Europa, quizá el BBVA debería mirar hacia una fusión transfronteriza, en lugar de buscar crecer dentro de España, donde el margen de consolidación es cada vez más estrecho.
La intervención política del Gobierno de España ha tenido consecuencias inmediatas y negativas. La Comisión Europea, por ejemplo, ha advertido de que la injerencia del Gobierno “impacta directamente en la credibilidad de España ante los inversores”.
El BBVA estudia si adentrarse en la batalla jurídica contra el Gobierno. Algo que Carlos Cuerpo no teme pues confía en tener cubierto el ángulo legal.
Esto abre la puerta a un litigio largo, que puede prolongar la incertidumbre durante años, paralizando la capacidad de ambas entidades para tomar decisiones estratégicas y perjudicando a sus accionistas.
El dilema para BBVA es mayúsculo. Ir hacia adelante con las condiciones actuales, con lo que generan de incertidumbre para el negocio en el futuro; persistir en una batalla legal y regulatoria que se extienda en el tiempo, con costes económicos y reputacionales crecientes; o retirarse y asumir el fracaso de una operación que ya ha consumido recursos y expectativas.
La racionalidad económica invita a pensar que, en un entorno donde el Estado actúa como adversario regulatorio y las reglas cambian por intereses políticos, insistir puede ser un error estratégico mayor que la retirada.
La politización de la OPA ha convertido una operación financiera legítima en un síntoma de la fragilidad institucional española. A la espera de que el BBVA decida si seguir, esperar, retirarse o acudir a la justicia, se abre un periodo de incertidumbre que no beneficia ni a los bancos implicados ni al sistema financiero nacional.
La lección es clara: la intervención política, cuando responde a intereses coyunturales y no a criterios técnicos, acaba perjudicando a todos. Sobre todo en un tema en el que quienes tienen que elegir, que son los accionistas, todavía no han podido ser consultados.