Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) reconocieron ayer viernes que el ataque contra un convoy humanitario de la organización World Central Kitchen (WCK) en el que murieron siete de sus trabajadores fue un error y "una violación" de sus protocolos.

Las FDI también anunciaron que dos de los oficiales responsables del ataque, un comandante y un coronel, serán sancionados y cesados de inmediato. Además, el Gobierno israelí decidió abrir el puerto de Ashdod y el paso de Erez para aumentar el flujo de ayuda humanitaria destinada a la población palestina. 

El resultado de la investigación llevada a cabo por las propias FDI no ha satisfecho por completo a WCK. "Es un paso adelante importante", han dicho sus responsables, "pero las FDI no pueden investigar de forma creíble sus propios errores en Gaza". 

EL ESPAÑOL opina, en línea con la opinión de los responsables de WCK, entre los cuales está el chef español José Andrés, que el caso merece, al menos, una investigación independiente a cargo de un organismo imparcial y sin vínculos con el Gobierno israelí.

Más allá de la rapidez de la investigación llevada a cabo por las FDI, del reconocimiento de su error y del cese de los responsables, algo que contrasta con la reacción de otros ejércitos en casos similares (y sólo hay que recordar la muerte del periodista español José Manuel Couso en 2003), lo cierto es que las circunstancias del ataque han llevado de nuevo al límite la tolerancia del principal aliado de Israel, Estados Unidos. 

Incluso Donald Trump, mucho más cercano incluso que Joe Biden al punto de vista del Gobierno de Israel, ha reconocido que la guerra debe terminar pronto dado que Israel "ha perdido la batalla de la imagen". 

Más allá de la justicia o de la proporcionalidad de la guerra que Israel está librando en Gaza para acabar con Hamás y rescatar a los más de cien rehenes que continúan en manos del grupo terrorista, parece evidente que el crédito internacional que Netanyahu acumuló tras la masacre del 7 de octubre se está agotando a ojos vista. 

Los siete cooperantes muertos en el ataque contra el convoy de WCK se suman a los 180 que, según cálculos de la ONU, han muerto en otros ataques de Israel en Gaza. Es evidente que Gaza es hoy zona de guerra y que toda actividad humanitaria en la zona comporta un riesgo evidente que nunca puede evitarse por completo. 

Pero Israel no está perdiendo ese crédito tanto por su guerra contra Hamás como por la situación humanitaria de una población civil que sufre doblemente y tanto por la tiranía de Hamás, que roba esa ayuda humanitaria y utiliza a sus ciudadanos como escudos humanos, como por la posibilidad de caer víctima de un ataque israelí.

Han pasado seis meses desde los ataques del 7 de octubre y los muertos palestinos, sea cual sea la cifra real, superan ya las víctimas del pogromo yihadista.

Y es también tristemente cierto que más de un centenar de rehenes, muchos de ellos mujeres jóvenes que, según las secuestradas que ya han sido liberadas, "están siendo violadas a diario", continúan en manos de Hamás, así como que los líderes del grupo terrorista, sicarios de un Irán que busca desestabilizar todo Oriente Medio en su lucha contra Occidente y los Estados Unidos, continúan amenazando a Israel.

Pero la operación de rescate de los rehenes y de exterminio de Hamás no puede convertirse en una guerra de resistencia como la que en la actualidad se libra en el este de Ucrania. El Gobierno israelí debe afrontar ya un escenario quizá no ideal, pero desde luego más realista que el de un enfrentamiento sine die que ni está consiguiendo la liberación de los rehenes, ni el fin del terrorismo, ni el alivio de la situación de los civiles.