Es propio del tirano destruir cualquier atisbo de pluralidad política en el país. Cincelarlo a su imagen y semejanza y corromper el sistema hasta la médula. Todo tirano aspira, al final, a que su nombre resulte indisociable del de su nación, dentro y fuera de sus fronteras, y que el miedo a una alternativa derive en su perpetuación en el poder. Vladímir Putin, con una pantomima electoral en tres meses, no es una excepción.

Después de dos décadas, ha conseguido que Rusia sea asociada a sus voluntades y atrocidades. Y es cierto que Putin cuenta con el respaldo de muchos compatriotas, inundados de propaganda. Pero Occidente no puede olvidar que Rusia es mucho más que el putinismo. Rusia también es Alexei NavalnyMaria PevchikhVladímir Kará-Murza Mijaíl Jodorkovski. A ellos deben acompañar los occidentales en los esfuerzos de emancipar a los rusos de la tiranía, por pesada que resulte la carga y por empinada que sea la cuesta.

Es importante destacarlo cuando el envenenado y encarcelado Navalny, el opositor más popular de Rusia, lleva desaparecido desde al menos el 7 de diciembre, tras un traslado de prisión. Un día después, Putin anunció su candidatura a la farsa electoral que tendrá lugar en marzo y que, tras las reformas constitucionales aplicadas durante su último mandato, le permitirá estirar su tiranía hasta 2036, si la salud y las circunstancias le acompañan.

No deja de ser llamativo el esfuerzo de las dictaduras por aparentar las formas de las democracias que desprecian. Por eso provoca cierto apuro catalogar como convocatoria electoral esta manipulación autoritaria o como rueda de prensa la aparición pública del pasado jueves de Putin en Moscú. Fueron cuatro horas de soliloquios y preguntas pactadas a mayor gloria del líder, sin que ninguna de ellas reparara en el estado y la localización de su principal opositor. 

Fueron cuatro horas, pues, de mentiras y manipulaciones para revestir de triunfos sus fracasos conocidos. Ucrania y Moldavia están más cerca que nunca de la Unión Europea. La OTAN ha rejuvenecido con la inversión masiva en Defensa de sus miembros y con la ayuda de Finlandia y Suecia. Cientos de miles de rusos han muerto en los combates ucranianos. Otros cientos de miles temen su mismo destino. Y está en las manos de Occidente que la herida autoinfligida de Putin sea más profunda. Que más y más rusos caigan en la cuenta de lo mal que les van las cosas.

Todas las dictaduras parecen en algún momento indestructibles. Cuando más atroces son sus actos, más injustificados parecen los sueños de transición hacia la democracia. Pero la historia europea del siglo XX está llena de ejemplos para la esperanza. Los crímenes ejecutados contra el propio pueblo y contra los vecinos se vuelven en contra. Los rusos, como saben los alemanes, los italianos o los españoles, no están condenados a vivir eternamente bajo la bota de un dictador.

Sobre esta convicción se construye la lucha de Navalny, dirigida a los corazones y las mentes de los rusos. Por ello, la represión seguirá siendo brutal. Todos los opositores de Putin están muertos, encarcelados o en el exilio. Si Putin actuó contra Navalny, se debe a sus temores. A buen seguro pensó que, al borrarlo del mapa o al aislarlo, conseguiría neutralizar cualquier campaña que cuestione su legitimidad para perpetuarse en el poder.

En su última aparición, el exagente del KGB soviético trató de convencer a sus compatriotas de que no hay alternativa a su mandato. Sin Putin, vino a decir, Rusia caería en las garras de los enemigos y en el abismo. Quizá con esto baste por un tiempo. Pero el humillante motín de Prigozhin y sus fracasos operativos en Ucrania ya han evidenciado las costuras de un régimen podrido por la corrupción y el trauma del imperio perdido.

Puede que liberar a Rusia del putinismo sea más difícil que liberar a Alemania del nazismo. A diferencia de Hitler, Putin dispone de armamento nuclear. Pero la mejor manera de ayudar a Navalny y sus compatriotas será asegurar que Ucrania gane con claridad esta guerra. Entonces se abrirá una ventana para el cambio. Y, si algo demuestra la historia, es que el afán de libertad es más fuerte que las bombas, el novichok y Siberia.