Pasan las estaciones y una realidad permanece en Francia: las protestas violentas por un motivo u otro. Recientemente vivimos las protestas por la edad de jubilación, agitadas por la extrema derecha y la extrema izquierda contra Emmanuel Macron. En estos días, los disturbios responden a la muerte de Nahel, de 17 años, tras ser disparado por un agente de policía después de que el joven tratara de darse a la fuga con un coche que conducía sin carnet en Nanterre. El policía fue detenido y se enfrentará a una acusación de homicidio voluntario. Pero esto no impidió que el fuego y la pólvora hayan invadido las principales ciudades de Francia, avivados incluso por la madre del joven de origen argelino, secundada por miles de enfurecidos franceses de los suburbios.

No hay explicación sencilla para los problemas que padece Francia. Las revueltas callejeras de los desheredados poco tienen que ver con las protestas de los chalecos amarillos o los pensionistas. Responden a la rabia que, cada cierto tiempo, salta del extrarradio al centro de las ciudades. Hay 45.000 agentes movilizados. Hay más de dos millares de detenidos. Los asaltantes la toman contra la policía. Asaltan colegios, bibliotecas y comercios. Prenden fuego a coches y viviendas. Ayer, Macron canceló una visita a Alemania y las autoridades anunciaron que los participantes son, en buena medida, adolescentes de 13 a 17 años. El escenario es particularmente preocupante en Marsella y Lyon, donde piden refuerzos policiales tras reconocerse desbordados. 

Es evidente el caldo de cultivo creado para la extrema derecha de Marine Le Pen, que llama a la declaración del estado de emergencia al que Macron se resiste por el momento. Puede que, en las críticas del lepenismo, habite un espíritu de criminalización generalizada de los franceses no blancos y musulmanes. Pero dar la espalda al problema por el rédito de la ultraderecha sería absurdo. Llueve sobre mojado. Y cualquier solución para Francia llega, quizá, demasiado tarde.

No parece que la migración sea el problema de base. Muchos países tienen índices similares sin sufrir las mismas consecuencias. El origen más sensato puede ubicarse en las políticas de integración y asimilación de los sesenta y setenta. Francia abrió una amplia línea de subsidios y levantó barrios enteros donde instalar a todos los migrantes de sus viejas colonias que necesitaba para satisfacer su demanda de trabajo, a largas distancias de los centros de las ciudades, con una calidad de servicios más baja. Estos barrios evolucionaron en guetos de mayoría musulmana, donde se establecieron sus propias leyes, al margen del Estado, y donde crece el rencor hacia la República y la certeza de que son franceses de segunda categoría.

Hay quien puede ver paradójico que los hijos de argelinos, tunecinos o cameruneses que abandonaron la miseria de sus países para buscar una vida mejor se levanten contra el país que les dio una nueva oportunidad. A veces portando las banderas de los países de sus ascendentes o contra los valores de la libertad, la igualdad y fraternidad enseñados en las escuelas. Se impone el sentimiento de abandono sobre el de acogida, y la marginación se agrava por una dinámica de automarginación. Hasta el extremo de que sale a flote la idea de las dos Francias: la Francia republicana y la Francia inadaptada.

En 2005, la muerte de dos niños en una persecución policial derivó en disturbios masivos con numerosos muertos y la declaración del estado de emergencia. Sólo el paso de las horas desvelará si la violencia del momento evolucionará hacia algo parecido. Pero, llegue la sangre al río o no, la realidad cambiará poco. Queda cercano el recuerdo del asalto al estadio de Saint Dennis en la final de la Liga de Campeones entre el Real Madrid y el Liverpool en 2022. Y siguen presentes los crímenes y atentados perpetrados por franceses contra sus compatriotas en nombre del Islam. El problema parece crónico y la solución, borrosa, requerirá décadas de hercúleos esfuerzos por la integración y el apaciguamiento.