Muchos ciudadanos se sorprendieron por la urgencia con la que el Partido Popular y Vox alcanzaron un acuerdo de gobierno en la Comunidad Valenciana, sin apurar los plazos permitidos por el Estatuto autonómico y con un reparto que incluye una vicepresidencia primera y tres consejerías (Cultura, Justicia y Agricultura) para la extrema derecha. La posición de este diario es firme. Del mismo modo que criticamos con insistencia los efectos adversos de los acuerdos del PSOE con Unidas Podemos, ERC o EH Bildu, advertimos sobre los riesgos de apoyarse en la muleta de Vox.

Nada de esto quita que entremos a valorar el acuerdo de gobierno que PP y Vox anunciaron ayer. Un anuncio compuesto por 50 puntos con luces y sombras, con medidas liberales y atractivas y con un gravísimo borrón. El sello de los radicales está muy presente en la negación de la violencia de género. Al tolerarlo, Carlos Mazón comete un error que debe subsanar sin demora. De mantenerlo, asumirá como propia la doctrina de los radicales y entregará de nuevo la bandera del feminismo al PSOE, después de una legislatura marcada por la Ley del sí es sí o la Ley Trans.

A estas alturas parece claro que, si el PP hubiese ganado las elecciones autonómicas con una mayoría holgada, no habría recurrido a Vox para gobernar. Extraemos la conclusión de las declaraciones recientes de Alberto Núñez Feijóo y de la acción de los populares en la Región de Murcia, donde Fernando López Miras se quedó a dos escaños de la mayoría absoluta y se ha negado a dar entrada a Vox en su Ejecutivo. El mensaje deja poco lugar a la interpretación. Por un lado, a sus potenciales votantes en las generales, para que fortalezcan la opción moderada. Por otro, a los diputados regionales de Vox, para que permitan su investidura en solitario evitando el riesgo para su supervivencia en una repetición electoral.

Como sea, los puntos esenciales del acuerdo valenciano arrojan argumentos para el optimismo en el respeto de la diversidad lingüística, el recorte de impuestos, la memoria histórica y la lucha contra la okupación. De este modo, la nueva mayoría en las Cortes posibilitará cambios necesarios en una región gobernada durante los últimos años por una coalición de izquierdas y parcialmente nacionalista.

Permitirá eliminar los sectarismos de la Ley Valenciana de Memoria Histórica, cortar la financiación de las asociaciones nacionalistas valencianas o pancatalanistas, acabar con las tasas al turismo, rebajar el tramo autonómico del IRPF y suprimir los impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones. A su vez, el documento se compromete a reducir los gastos derivados del número de consejerías, altos cargos y asesores, garantizar la libre elección entre el castellano y el valenciano para los escolares, y reforzar los instrumentos para combatir las ocupaciones ilegales en la región.

Todos estos puntos son comunes a los valores y principios de este diario. Luego sobresalen propuestas con cierta carga populista, como el proteccionismo agrario, y una declaración de intenciones sobre la inmigración irregular (ambigua y, como tal, merecedora de cierta dosis de escepticismo y prudencia). Los ecos de Giorgi Meloni en Italia son fáciles de identificar en este apartado.

Sin duda, el Estado tiene que hacer todo lo posible para acabar con la inmigración irregular y castigar las acciones criminales de las mafias que mercadean con vidas humanas. Pero nadie puede llevarse a engaño. El dilema es profundo. ¿Dónde establecer la frontera entre la lucha contra las organizaciones criminales y el abandono de las prácticas humanitarias para hombres y mujeres desesperados por una vida mejor en Europa? ¿Cómo responder a las organizaciones que, al embarcar migrantes para introducirlos ilegalmente en suelo español o italiano, cometen una práctica delictiva? ¿Y cómo negar que, por parte de Vox, hay una línea de criminalización y un impúdico uso electoralista de estas tragedias humanas?

Con todo, el programa de gobierno se ve esencialmente eclipsado por el negacionismo intolerable de la violencia de género. Si no hay ánimo de rectificación del PP, dará a entender a los ciudadanos que lo asumen como propio. Y si no da el paso Mazón, tendrá que hacerlo Feijóo. La indignación es perfectamente entendible, incluso dentro del partido. La exclusión de la violencia de género y la especificación de la violencia intrafamiliar no es un asunto cosmético ni menor. La violencia de género es una de las principales lacras de la sociedad española y nadie debería ofrecerlo ni aceptarlo como objeto de cambalache.

La violencia machista, producida dentro y fuera del seno familiar, tiene el oscuro historial de 1.200 asesinadas y casi medio millar de huérfanos en las últimas dos décadas. La violencia intrafamiliar no subsume la de género. Por eso está tipificada en el Código Penal, al margen de la de género, y por eso no es, ni será, una alternativa a cualquier otro tipo de violencia.

La legislación vigente, aprobada en 2004, es ejemplar y pionera en Occidente. El problema no tiene vuelta de hoja. El negacionismo de Vox es inaceptable y validarlo es tanto como desproteger a las mujeres. La irresponsabilidad alcanza su cumbre con la cesión de la cartera de Justicia, con competencias sobre los tribunales de violencia de género.

A los argumentos éticos y legales, se une el criterio político. Si el PP abraza el negacionismo de Vox, permitirá que el PSOE rentabilice electoralmente este retroceso para el feminismo, a pesar de una legislatura que, con Irene Montero en el Consejo de Ministros, ha dejado un reguero de violadores y pederastas beneficiados por las rebajas de condena de la Ley del sí es sí, y un movimiento partido por las consecuencias perversas de la Ley Trans. 

Las medidas más atractivas y liberales acordadas por PP y Vox quedan, en fin, opacadas por la inaceptable negación de la violencia machista.