Cuesta explicar desde la lógica sanitaria más elemental la decisión de los miembros de la Unión Europea, con cientos de miles de muertos por la pandemia de Covid-19 a sus espaldas, para no tomar ninguna medida significativa contra la entrada indiscriminada de ciudadanos procedentes de China. Precisamente en un momento de caos absoluto en la dictadura asiática, donde se hace imposible ocultar, a pesar de los esfuerzos del partido dirigente, el crecimiento explosivo e indeterminado de contagios en una población desesperada por desplazarse y viajar con libertad tras casi tres años de enclaustro.

Pero la Unión Europea, a excepción de Italia, no sólo está remando a contracorriente del sentido común, sino de las sociedades más avanzadas, que han reaccionado con rapidez para evitar que el muy contagioso y mutante coronavirus se expanda. A buen seguro por el recuerdo reciente de un virus que no sólo mermó la población de sus países, sino que tuvo consecuencias muy profundas sobre sus economías.

De ahí que Italia, que soportó el escarnio y la tragedia como primera nación europea gravemente afectada, importe, con una incuestionable carga simbólica, las decisiones de Estados Unidos, Taiwán, Japón o Corea del Sur. Es decir, aboga por imponer la moderada medida de exigir una prueba de coronavirus negativa para permitir la entrada de ciudadanos chinos. Quienes, por cierto, están en su mayoría sin vacunar o pobremente inmunizados con fármacos deficientes.

Los argumentos para la inacción, promovidos por Francia, son insostenibles. Incluyen la tesis de que las variantes detectadas en el último brote ya están asentadas y localizadas en nuestro continente. El candor del argumento es insoportable. ¿Qué garantías ofrece el Partido Comunista de China a las democracias europeas de que no hay otras variantes desconocidas circulando sin control? ¿Y qué ha hecho China, en los últimos tres años, para ganarse la confianza de Europa?

Las autoridades comunistas ocultaron durante meses la existencia de un virus altamente infeccioso y letal. Persiguieron a los científicos locales que quisieron alertar sobre el peligro. Taparon las estadísticas sobre el impacto de la expansión vírica, para relajación del resto del mundo. Impidieron una investigación mínimamente creíble y fiable de la OMS sobre el origen del virus (supuestamente en un mercado de Wuhan y no en un laboratorio especializado ubicado en la misma ciudad).

Llegaron a sugerir que el primer foco se encontraba en Estados Unidos o Europa, a través de sus medios de propaganda. Y todavía hoy mienten sobre el dato de mortalidad en el país. Han notificado, casi tres años después y con una población superior a los 1.400 millones de habitantes, poco más de 5.000 muertos. Es la mitad que los pacientes fallecidos por Covid-19 en la Comunidad Valencia.

Se vuelve obligatorio, casi más que tomar medidas para frenar la expansión del virus, descifrar las motivaciones de las autoridades europeas para cerrar los ojos a la evidencia. Y es de celebrar que líderes como Isabel Díaz Ayuso, con su limitado margen de maniobra, exijan controles de Covid en los aeropuertos y no hagan seguidismo de las políticas erradas de la UE. Aun así, es una medida pobre en comparación con los requisitos impuestos por el régimen de Xi Jinping a los europeos que hacían el viaje inverso. A destacar, una cuarentena obligatoria de dos semanas pagada por el propio visitante.

Que las dictaduras son moral y materialmente inferiores a las democracias lo certifica la desastrosa, opaca y autodestructiva gestión china de la pandemia desde su inicio. Beijing ha pasado de la máxima represión, hasta provocar protestas inimaginables contra el régimen, a una irresponsable dejadez que, como en 2020, muy probablemente pagará todo el mundo.

Poco puede hacer Europa para que los dirigentes chinos corrijan sus decisiones o rindan cuentas. Lo que sí está en su mano es evitar la repetición del pasado. Porque entonces la responsabilidad no es de una dictadura extranjera, sino de la democracia que lo permite.