Como advertíamos en un análisis reciente, solo la Covid parece capaz de desafiar el poder de Xi Jinping. La ola de protestas que se ha extendido por todo el país durante este fin de semana se ha erigido como la piedra en el zapato del presidente chino en su camino hacia la omnipotencia, solo un mes después de haber revalidado su liderazgo al frente del Partido Comunista, y una semana más tarde de haber sido el protagonista indiscutible de la cumbre del G20.

El miércoles tuvo lugar una sublevación violenta de cientos de trabajadores en la fábrica de Apple en Zhengzhou, relacionada con la problemática sanitaria. Pero la mecha que ha encendido los tumultos ha sido la muerte de 10 personas el pasado jueves, en el incendio en un edificio en Urumqi, que muchos ciudadanos han atribuido a la obstaculización de las labores de rescate por culpa de los confinamientos.

El viernes estallaron las primeras manifestaciones, y un día después ya habían alcanzado a decenas de universidades. Algo que resulta especialmente peliagudo para el régimen, dado que las facultades han sido históricamente los focos de las demandas democráticas, tal y como sucedió en los altercados de 1989 que fueron sofocados con la masacre de la Plaza de Tiananmen.

El sábado las protestas llegaron hasta la capital, donde pudieron oírse proclamas como "Abajo el Partido Comunista, abajo Xi Jinping", siendo la primera manifestación numerosa registrada en las calles de Shanghai. Ayer alcanzaron otras ciudades como Wuhan, el epicentro de la pandemia en 2020. Los manifestantes se negaban a dispersarse y muchos fueron detenidos.

Estas protestas, nada habituales en las calles de China, son las mayores que enfrenta Xi desde que asumió el poder hace 10 años. En algunas de ellas se profirieron gritos como "libertad"o "no queremos emperadores". Una clara alusión a las depuraciones con las que Xi ha anulado toda oposición para afianzarse personalmente en el poder.

Los científicos acuñaron el término "fatiga pandémica" para referirse al impacto negativo sobre el ánimo de los ciudadanos provocado por unas medidas anti-Covid demasiado estrictas y prolongadas. Y esto es lo que está detrás del creciente hartazgo del pueblo chino, incapacitado para hacer vida normal si no puede acreditar constantemente pruebas PCR negativas.

La severísima política de 'Covid cero' que el Gobierno chino lleva más de 2 años aplicando (orientada a eliminar de raíz las infecciones mediante confinamientos, cuarentenas y test masivos) ha hecho de muchos ciudadanos chinos prisioneros en su propia casa, llevándolos hasta el límite de su paciencia. Los locales son recluidos muchas veces sin suficiente comida para resistir el encierro. Y las inflexibles restricciones a la movilidad (capaces de poner en cuarentena un edificio al completo por un solo caso o de cerrar ciudades enteras por un brote) entorpecen el desarrollo de la vida ordinaria y de la actividad económica.

Las autoridades comunistas se niegan a relajar las medidas, justificándose en el repunte de los casos. Esto es algo normal durante el invierno, y las cifras son muy bajas en comparación con otros países. Sin embargo, hay una tolerancia nula a la proliferación de los contagios. 

Los motivos por los que no se ha revertido una estrategia de 'Covid cero' que se ha demostrado económicamente ruinosa y sanitariamente ineficaz son claramente políticos. Porque ha permitido al Estado tecnopolicial chino intensificar el control social sobre su población, al que ahora se niega a renunciar.

Por eso, el editorial del medio del Partido Comunista insiste en que la "guerra" contra la pandemia debe continuar. Por su parte, el oficialista Global Times reconoce que hay algunos "problemas que rectificar" en la implementación de las medidas para combatir la Covid-19. Pero, bajo el pretexto de "prepararse para peores escenarios", animan a continuar con la novena edición de estos protocolos de control, argumentando que las órdenes de quedarse en casa no implican que los residentes no puedan recibir tratamiento médico o ser atendidos en caso de emergencia.

Pero las protestas ya han excedido la dimensión puramente sanitaria, y han adquirido un claro tinte político, como se aprecia en sus reclamaciones a favor de la libertad y el Estado de derecho. Xi sabe que aunque la fatiga pandémica entre los ciudadanos no va a debilitar su posición en el partido, sí supone una mancha en su liderazgo a ojos de sus gobernados.

El 'emperador' chino no quiere dar lugar a que la impugnación social de su arbitraria política anti-Covid se haga extensible a un cuestionamiento más general de su autoridad, o de la ideología del colectivismo comunista.

Y aunque es verdad que las protestas no tienen visos de escalar hasta el punto de plantear una amenaza para el gobierno, sí se dan en unas circunstancias novedosas que pueden amplificar su magnitud. Esta oleada de descontento tiene potencial para arraigar en toda la geografía nacional. Y está poniendo en el mismo barco a los trabajadores, a los estudiantes y a las crecientes clases medias, que tradicionalmente ha sido el estrato social que lidera las reivindicaciones de libertad a medida que aumenta su poder económico.

Además, hasta ahora el malestar ha estado siempre relacionado con motivaciones económicas. Hoy, el ideal democrático está mucho más extendido y arraigado, y cada vez más chinos proclaman sin miedo sus anhelos aperturistas y sus peticiones de derechos civiles y políticos.