Los mensajes de los propagandistas del Kremlin son desconcertantes. Hace una semana cuestionaban la información occidental que anticipaba el avance triunfal de la resistencia ucraniana hacia Jersón. Y ayer comenzaron a trasladar que la retirada de sus tropas en esta ciudad bañada por el río Dniéper y el mar Negro no es más que un revés asumible en el plan general.

Curiosamente, los mensajes que proyecta el régimen de Vladímir Putin se encajan mejor cuando se interpretan al revés. De ese modo se entiende la importancia estratégica para Ucrania de provocar la huida de las tropas rusas de la capital de Jersón. Porque llega menos de un mes y medio después de la ficción de los referendos por los que Rusia se anexionó Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Luhansk sin ningún reconocimiento internacional reseñable.

Falta por conocer la dimensión de la retirada anunciada por el ministro de Defensa ruso y cuántos soldados invasores quedan sobre el terreno para presentar batalla. En este sentido, la Inteligencia ucraniana acierta al moderar su entusiasmo y prepararse para una posible trampa del enemigo en la capital.

Pero, con las cartas sobre la mesa, parece evidente que el Ejército bien equipado y formado que se presupuso de Rusia era una ilusión. Que la resistencia ucraniana, con el apoyo de Occidente, está pasando por encima de la supuesta superioridad de la vieja potencia. Y que, de mantenerse esta inercia, los bastiones ocupados irán cayendo, poco a poco, como piezas de dominó.

En este contexto, no debe sorprender la multiplicación de discursos y análisis que claman por una negociación entre Zelenski y Putin para detener la guerra. Una negociación que apelaría a la renuncia ucraniana de buena parte de sus territorios y, por extensión, al abandono a su suerte de cientos de miles de compatriotas. Sin embargo, estas llamadas a la negociación dan medida de la debilidad de Rusia y de su incapacidad para doblegar a la resistencia sobre el terreno.

Hace unos días, The Washington Post publicó que la Casa Blanca está persuadiendo a Zelenski para que se abra a la negociación. Pero conviene no malinterpretar este mensaje. El apoyo estadounidense no está en entredicho. Al contrario, la semana pasada anunció un nuevo paquete de ayuda militar valorado en 625 millones de euros. Lo que se lee entre líneas del consejo a Kyiv es, más bien, una estrategia comunicativa que muestre a un Zelenski abierto a negociar. De ahí que el presidente ucraniano haya renunciado a la línea roja de que Putin abandone el Kremlin.

Queda claro que no es más que un gesto simbólico. Que cambia poco o nada el escenario de fondo. Pero carecería de sentido que Ucrania hiciera otras concesiones o que transmitiera una fragilidad que, a estas alturas, sólo corresponde a Rusia. Cualquiera que se pregunte qué habría sido de Jersón si su Gobierno hubiese renunciado a disputarlo conoce la respuesta.

Zelenski tiene el mandato popular de recuperar cada territorio perdido y el 95% de los ciudadanos cree en la victoria, como resalta el Centro Internacional para la Victoria Ucraniana. A decir verdad, cada día que pasa está más cerca de ella. 

Es cierto que la guerra acabará cuando ambas partes se sienten a negociar. Pero todavía quedan muchas fases que superar hasta ese momento. Que todos los actores asumen que la guerra va para largo lo demuestra, también, el nuevo paquete de 500 millones de la Unión Europea y la formación de varios miles de soldados ucranianos, a lo largo de los próximos dos años, por parte de los Veintisiete.

Ucrania tendrá que negociar, en fin, cuando pueda hacerlo en las condiciones más favorables, y no cuando lo decida una Rusia incapaz de contener el avance de la resistencia. Cabe presumir que esto se producirá cuando cada parte asuma la incapacidad de obtener más victorias. Es decir, cuando la guerra se estanque.

Zelenski tiene que esperar al momento adecuado. Y, hasta entonces, desentenderse de las presiones interesadas y rechazar armisticios que sean vitales para el rearme de Putin.