Todos los analistas económicos y el sector financiero nacional permanecían a la espera del primer dictamen del Banco Central Europeo (BCE) sobre el impuesto a la banca diseñado por el Gobierno de coalición, todavía en fase parlamentaria. Con esta tasa, que plantea gravámenes del 4,8% sobre los intereses de las entidades, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, pretendía recaudar unos 7.000 millones de euros adicionales en dos años.

Para sorpresa o no de Moncloa, la respuesta del BCE ha sido desfavorable. El banco central reclama al Gobierno español que reconsidere su decisión, interpretando que puede afectar a la sostenibilidad y la rentabilidad del sistema en su conjunto en un escenario particularmente delicado.

El toque de atención de la institución presidida por Christine Lagarde cobra significado cuando la economía de España, igual que la del resto de países de la Unión Europea (UE), afronta un horizonte preocupante. Más allá de las previsiones oficiales, los organismos independientes e internacionales vaticinan una recesión a corto plazo y al menos un par de trimestres de 2023 en rojo para España. Con estas cartas, conviene evitar que las entidades financieras se vean salpicadas por problemas añadidos que las debiliten y que desemboquen en consecuencias indeseables en cadena.

La norma diseñada del Gobierno, por otra parte, establece que los bancos asuman el coste de estos intereses. Es decir, que no trasladen la carga a sus clientes. Aunque parezca paradójico, el resultado sería contraproducente para los usuarios. Dificultaría su acceso al crédito en un contexto de subida de tipos de interés (actualmente, del 1,25% para el euro) que enfriará la economía, a cambio de contener una inflación desorbitada.

En este sentido, conviene recordar la importancia que tiene esta política monetaria alcista para la viabilidad del sector financiero. El aumento de los tipos debe ayudar a los bancos a recuperar su negocio tradicional: ofrecer préstamos a ciudadanos y empresas. En cambio, es necesario dejar atrás los tiempos de dinero barato, con tipos que han llegado a ser negativos. Esa fue la verdadera e insostenible anomalía.

Los esfuerzos del Gobierno para respaldar a los ciudadanos son encomiables. Resulta evidente que el impacto de la pandemia y la invasión rusa de Ucrania han golpeado con dureza a los bolsillos de los españoles. Pero, lejos de causar alivio, el impuesto a la banca, en estos términos, abrirá nuevas heridas. De modo que el paso más lógico pasa por que el Ejecutivo busque una fórmula menos dañina para incrementar la recaudación. Incluso que estudie la retirada de esta tasa para atender las peticiones del BCE.

Algo debe quedar claro. La medida promovida por el Gobierno carece de la virtud de la oportunidad. Es difícil imaginar algo peor para nuestra economía que contribuir a una crisis financiera en un escenario de recesión. Los daños serían inmensos. Si sale adelante, no sólo afectará a los bancos nacionales con más de 800 millones de beneficio, que competirán en condiciones de inferioridad con sus rivales extranjeros. También pondrá en riesgo, en fin, su propia sostenibilidad.