Las pruebas están a la vista. Cataluña es hoy más pobre, más violenta y más irrelevante que en verano de 2017, pocas semanas antes del referéndum de independencia del 1 de octubre. Y no precisamente por los estragos causados por la epidemia de Covid-19, la posterior crisis económica, el aumento de la inflación o la crisis energética. 

Todos esos elementos son parte del porqué del estado actual de la comunidad. Pero no sirven por sí solos para explicar por qué Cataluña ha retrocedido más en el terreno económico, cultural y social que el resto de regiones españolas en los últimos años. 

Y la explicación de esa diferencia no es otra que el procés, del que hoy se cumple su quinto aniversario. Un procés sobre cuyos orígenes, causas y desarrollo se han escrito cientos de libros y artículos, pero que deja una verdad inapelable, imposible de refutar desde el terreno de la ideología: el coste del proceso soberanista ha sido mucho mayor para Cataluña y los catalanes que para el resto de los españoles

Todavía se debate hoy si el procés fue un farol, un órdago que se le fue de las manos a sus protagonistas o una intentona real.

Es probable que ni siquiera los propios diseñadores del referéndum del 1-O lo sepan a ciencia cierta, cegados como lo estuvieron por sus propias fantasías delirantes (los líderes nacionalistas llegaron a prometer que EEUU reconocería una Cataluña independiente a las pocas horas de declarada la república), sus cuitas internas, sus ansias de poder y la evidencia de que el engaño a sus ciudadanos era tan burdo, tan esperpéntico, tan grotesco, que de ese caballo no iban a poder descabalgarse sin evidentes perjuicios personales, profesionales y patrimoniales.

Llegados a este punto, la pregunta es qué hacer con Cataluña ante la obviedad de que una parte de los catalanes, quizá más desencantada y cínica, pero todavía mayoritaria, continúa votando a fuerzas que siguen insistiendo en la vía muerta de la independencia.

¿Cómo ha cambiado Cataluña con la presidencia de Pedro Sánchez?  

El sondeo que hoy publica EL ESPAÑOL revela algunos detalles interesantes. Aproximadamente un 40% de los catalanes cree que la convivencia en Cataluña ha empeorado, una evidencia difícil de negar en vista de la violencia con la que el nacionalismo se emplea en los medios públicos y privados, así como en las redes sociales, contra los "malos" ciudadanos que no comulgan con el nacionalismo.

En el asunto de la inmersión lingüística, el sondeo demuestra que incluso una parte del nacionalismo se muestra en contra de que se elimine el 25% de español en las escuelas de la comunidad.

Ya sea por pragmatismo (a fin de cuentas, los damnificados son los niños catalanes, que saldrán del sistema educativo con un nivel de español muy deficiente, lo que les pondrá mucho más difícil su acceso al mundo laboral) o por conciencia de la injusticia, es obvio que la marginación del castellano en las escuelas catalanas es hoy una obsesión de las élites nacionalistas más que del grueso de la población. 

Por otro lado, la tensión política ha quedado bloqueada. Quizá siga latente en determinados sectores muy radicalizados de la sociedad catalana, pero desde luego sin llegar a los niveles de 2017 y 2018. Los indultos y la Mesa de Diálogo, el obvio placebo con el que Sánchez y los líderes nacionalistas han tratado a los votantes independentistas de su adicción a la droga del independentismo, han tenido la virtud de neutralizar los principales motivos para el habitual victimismo nacionalista. 

ERC parece hoy, más allá de sus gestos para la galería, más preocupada por garantizarse su permanencia en el poder, es decir, el acceso al presupuesto público para todos sus cargos, que en la independencia de Cataluña. Junts, en la misma tesitura que ERC, cuenta sin embargo con el lastre de Carles Puigdemont, vividor del procés, que presiona desde Waterloo exigiendo un alzamiento que sabe imposible, pero que le garantiza un nivel de vida impensable para cualquier otro prófugo de la Justicia. 

Cataluña es hoy una comunidad rota y atenazada por sus propios fantasmas. El nacionalismo es la guerra, dijo Mitterrand el 17 de enero de 1995. En Cataluña, esa sentencia se ha cumplido a rajatabla. Pero el plan Marshall que necesita la región devastada por esa guerra no es económico, sino moral.