El funeral de Estado de la reina Isabel II, previsto para el día de hoy a las 11 (hora local), será el colofón a 10 días de ostentosos actos fúnebres por el fallecimiento de la soberana. Desde la muerte de la Reina el pasado día 8, Reino Unido se ha movilizado al completo para acoger unos fastos funerarios que, sin duda, pasarán a los anales de los espectáculos más magníficos de la historia.

Para quienes no estamos habituados a tal despliegue de "pompa y circunstancia", puede resultar extravagante todo este boato de resonancias medievales con el que los británicos adornan sus ceremonias más solemnes.

Pero las colas de más de 8 kilómetros formadas estos últimos cuatro días para peregrinar hacia Westminster Hall dan muestra del influjo emocional que la teatralidad monárquica ejerce sobre los ciudadanos. Después de una semana en la que el féretro de Isabel II ha procesionado por todo el Reino Unido, cientos de miles de británicos han esperado pacientemente su turno durante largas horas para despedir a la Reina.

Sólo es posible entender el compungido duelo de toda una nación por la reina muerta si se tiene en cuenta el robusto vínculo que unía a Elizabeth con los británicos. El 87% de ellos nacieron después que la monarca. El grado de familiaridad al que el pueblo británico había llegado con su soberana explica que su fallecimiento sea visto prácticamente como una pérdida personal de alguien cuya muerte resultaba casi inconcebible.

Una Reina, un país

La sofisticación ritual de la que está investida la antiquísima institución monárquica está orientada a lograr el artificio simbólico de un rey como encarnación del espíritu de toda una nación. Por eso, la muerte de la Reina tiene implicaciones mucho mayores de las evidentes.

La persona de Isabel II había llegado a estar íntimamente vinculada con la historia del Reino Unido. De ahí que la sucesión en su hijo Carlos III signifique también cerrar todo un largo capítulo de la historia del país.

Como sentencia el periódico The Guardian, la muerte de Isabel II "traza una línea firme y final con respecto al consenso de la posguerra". O, como ahonda el periódico The Times, "no lloramos a la Reina porque su muerte sea trágica. Lo hacemos para marcar un punto de inflexión en nuestra historia".

También se entiende mejor el meticuloso plan del "London Bridge", una exhaustiva previsión para el protocolo de la actual sucesión preparado desde hace 22 años.  Porque da cuenta del valor capital que para los británicos reviste la estabilidad que ofrece la monarquía, y el prolongado reinado de Isabel II en particular. De ahí la importancia de garantizar una herencia de la Corona perfectamente organizada que evitase una ruptura en la vida nacional británica.

Y las dudas que despierta la figura de Carlos III se corresponden, por lo mismo, con la ansiedad que genera la incertidumbre del futuro, que el sucesor tiene la responsabilidad de aplacar. La clausura de la segunda época isabelina trae también el ocaso de todo un código de valores que muere con la Reina. Y constituye el marcador histórico del fin de Gran Bretaña como potencia imperial.

Coreografía de Casa Real

El de Isabel II continúa la arcana tradición de ritos funerarios reales con los que se dio el último adiós a sus predecesores.

Curiosamente, tampoco la Casa Real española ha sido ajena a las connotaciones simbólicas de toda esta rigurosa coreografía. Felipe VI y Letizia han presentado sus respetos en Westminster; Juan Carlos I y doña Sofía, directamente en el Palacio de Buckingham.

La Casa del Rey ha querido dejar muy claro que Felipe y Juan Carlos ni van juntos ni son lo mismo. Un razonable arreglo de un homenaje paralelo al que ha forzado la molesta insistencia del Emérito por asistir al funeral.

En cualquier caso, las exequias para despedir a la monarca más importante del siglo XX bien podrían ofrecer una de las últimas veces en que asistamos a todo un país experimentando al mismo tiempo una emoción compartida, gracias al poder vinculador y trascendente del rito.

El desafío para la monarquía británica es ahora ofrecer un nuevo imaginario nacional para el futuro de una nación en decadencia. Y adaptar la ceremoniosidad de una Corona que corre el riesgo de desconectarse del sentir de las nuevas generaciones.