Los ministros de Sanidad de los países del G20 dieron ayer en Roma un paso decisivo para poner fin a la pandemia. Se comprometieron, a falta de la firma, a sellar un acuerdo que permita suministrar tantas vacunas como sean precisas a los países más pobres del planeta. Muchos de ellos sin capacidades materiales ni logísticas para inmunizar a sus ciudadanos.

No cabe duda de que la promesa, que responde a una vieja reclamación de la Organización Mundial de la Salud, invita al optimismo, incluso al entusiasmo, por dos razones que no se pueden pasar por alto.

La primera, el compromiso de transformar la buena voluntad en acciones de provecho, colocando valores como la justicia y la solidaridad en la primera plana. Y la segunda, el empuje para combatir la capacidad del virus para mutar cuando se expande sin resistencia.

Basta con una mirada de pasada a la realidad de países pioneros como Israel, donde aceleran la inoculación de terceras dosis, para comprobar que las vacunas envejecen más rápido que el virus, que busca permanentemente vías para superar nuestras defensas. A menudo con éxito.

Algo que se hace evidente (también en nuestro país) con la cepa india. Más escurridiza, más contagiosa y más agresiva que la primigenia, y capaz de disparar las infecciones incluso en grupos de población con tasas de vacunación superiores al 70%, donde supuestamente se situaba la frontera de la famosa inmunidad de rebaño.

Solución necesaria

El encargado de dar la buena noticia fue Roberto Speranza, ministro italiano de Sanidad, al término de la primera jornada de trabajo. "Se dan las condiciones para sellar el Pacto de Roma", avanzó. "El desafío de intentar reforzar nuestros servicios sanitarios nacionales, invertir más en ellos e iniciar un camino de cambio significativo que permita defender la universalidad del servicio sanitario nacional".

Un punto, este último, que es esencial. Fundamentalmente, porque incluye una solución necesaria que compartieron líderes mundiales como Ana Botín, presidenta del Banco Santander, en una carta publicada la semana pasada en el Financial Times.

En el texto, apremiaron a las instituciones a abordar un plan de "ataque global" que evite "una catástrofe mayor" inmunizando a todo el mundo. Y reclamaron 7.000 millones de dosis antes de 2022, y otras 7.000 millones de aquí a un año, para atajar la propagación de un virus que se ha cobrado (al menos) cuatro millones y medio de muertos desde principios de 2020.

Pese a esta determinación, conviene tener presente que no estamos ante un problema de escasez de vacunas, sino fundamentalmente de logística. Hacer efectiva la inmunización en países con débiles sistemas de salud, poblaciones muy dispersas o deficientes sistemas de transporte, por no hablar de los que sufren graves crisis políticas o humanitarias, exige una estrategia compleja de muy difícil ejecución.

Desigualdad inaceptable

Salta a la vista la falta de equidad en el acceso de las vacunas entre las principales potencias económicas y los países más pobres. Es cierto que fueron europeos, norteamericanos y chinos quienes invirtieron más recursos para el desarrollo de los fármacos más eficaces.

Pero, en un momento en el que países como España se acercan a ratios de vacunación del 80%, resulta difícilmente justificable que se demore una campaña masiva que comprometa a las regiones más desfavorecidas. De modo que los países pobres, con tasas de vacunación inferiores al 1,5% de su población, puedan cerrar el episodio del coronavirus y romper una cadena de transmisión que no es ajena a nuestras fronteras.

A fin de cuentas, si algo nos ha enseñado la variante india es que sin vacunas en el Tercer Mundo no acabará la pandemia.