Los Javis.

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Columnas DESÓRDENES

Los Javis y el fin del amor: sólo yo me llamo como yo

Uno apenas tiene algo más que su nombre. Un nombre para delimitarse, para firmar, para existir. Yo voy a muerte con mis letras, con mi sonido que silba a su modo... L-o-r-e-n-a: ni bonito ni feo.

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Uno de mis poemas favoritos sobre el fin del amor es de Cristina Peri Rossi y se llama Después:

“Y ahora se inicia / la pequeña vida / del sobreviviente de la catástrofe del amor: / hola, perros pequeños, / hola, vagabundos, / hola, autobuses y transeúntes. / Soy una niña de pecho / acabo de nacer / del terrible parto del amor. / Ya no amo. / Ahora puedo ejercer en el mundo / inscribirme en él / soy una pieza más del engranaje. / Ya no estoy loca”.

En esos momentos tan críticos yo recomendaría ser pulcros conceptualmente. No nos liemos y acabemos echando mano de una canción de desamor, por perfecta que sea (pongamos, por ejemplo, Procuro olvidarte, de Manuel Alejandro, el poema total, invencible si es cantado por Bambino).

No. El desamor va de experimentar la falta desde la propia osamenta y la propia carne, pero el fin del amor va de soltar un cuerpo: no el del otro, que también, sino el propio. Es la ecdisis. Uno se desprende de la cutícula para poder crecer y eliminar parásitos, como las serpientes.

Esto me fascina. Me gustaría ser una serpiente. Quedarme blanda y suave después del amor, dispuesta a volver a endurecerme.

Leo que las serpientes huelen con la lengua. Esto también quiero hacerlo, o quizá ya lo hago un poco.

Los Javis en su casa.

Los Javis en su casa.

El fin del amor, pienso ahora a cuenta de la ruptura de Los Javis, va de cambiar de cáscara. España habla del divorcio de los cineastas como de un desprendimiento, y yo me imagino una de esas operaciones a vida o muerte en las que separan a bebés siameses.

Los mentideros van a tope, van envenenados. Los Javis estuvieron enamorados y encima son guapos, jóvenes, talentosos, ricos y se lo pasan de puta madre: estas son faltas que España no perdona tan fácilmente, especialmente la última.

En fin, pues que espabile España con sus rabias verdosas. Tendrá derecho uno a ser brillante y a ser amado por los demás al mismo tiempo, ¿o no?

¿O es que a la gente le caes mejor cuanto peor te va?

Esa es la vileza.

A mí lo que más me preocupa del fin del amor (del de cualquiera) es el cambiar de nombre, como un Papa recién elegido. Me llamo de otra forma porque ahora me debo a otras cosas. Ya nadie volverá a llamarnos como nos llamaba nuestro viejo amor, con ese nombre que inventó para nosotros, tan pequeñito. Tan íntimo. Sonrojante, quizá, o sucio o demasiado romántico. Tú me llamaste y yo miré, y ese nombre ya no es más mío cuando me vaya de aquí.

Pero más inri tiene el caso de Los Javis con el rollo de compartir nombre artístico. El nombre por el que España les llamó con esta familiaridad tan nuestra que a ratos da grima, como cuando alguien llama Gabo a Gabriel García Márquez como si fuese su compadre o su vecino del cuarto.

Jajá. Aquí es que no respetamos nada, macho.

La gran concesión uno la hace cuando se enamora (o se hace mejor amigo) de alguien con su mismo nombre, como les pasó a Los Javis. Yo no podría, lo siento. Tengo que defender algo de mí, tengo que salvaguardar mi diminuto reino.

Uno tiene pocas cosas en la vida. Apenas tiene algo más que su nombre. Un nombre para delimitarse, para firmar, para existir. Yo voy a muerte con mis letras, con mi sonido que silba a su modo... L-o-r-e-n-a: ni bonito ni feo. Simplemente el mío. Me lo pusieron y yo le di cuerpo.

El nombre de uno es su trincherilla, el patrimonio exiguo de nuestra dignidad.

Les sucede a las personas trans cuando cogen las riendas del nombre propio y destierran el anterior, ese nombre torpe con el que otros les llamaron y que nunca fue el suyo, que nunca remitió a ellos porque no lo eligieron ni lo encarnaron. Qué libertad, hoy empieza la vida, la vida empieza cuando me llamas por mi verdadero nombre, ¡el que es sólo mío, y no de los otros!

Ah, qué terror sentí cuando leí que el cineasta Isaki Lacuesta (que firma títulos tan celebrados como La leyenda del tiempo, Un año, una noche, Segundo premio o ahora, Flores para Antonio, la película de Antonio Flores) no se llama en verdad así: esto es un apodo, un acrónimo que mezcla su nombre original, Iñaki, con el de su pareja y coguionista, Isa Campo.

Esto desde luego es elocuente, porque el amor es la fantasía de fundirse en el otro como en el beso de Munch, pero... ¡la fantasía! Sólo la fantasía, por Dios. Este bautizo loco, este zumbado nombre a pachas es como tomarse las ensoñaciones del amor con una literalidad abrupta, grosera.

Todo lo que hace Isaki y todo lo que haga en su vida será ya de los dos, para siempre. ¿En serio es esto un gesto de amor? ¿O es más bien una trampa, además, algo sexista, porque el mérito de ella va incrustado en la identidad de él? ¿Esto de qué va? ¿De que ella como guionista no puede asumir el protagonismo de sus éxitos conjuntos?

Lo mío es mío, y lo tuyo, de los dos.

Es como la broma cuñada de Ramón y Cajal o de Ortega y Gasset, pero peor, porque aquí son dos de verdad y se cae el del medio.

Javier Ambrossi, Pedro Almodóvar y Javier Calvo, durante el rodaje de 'Pedro x Javis'.

Javier Ambrossi, Pedro Almodóvar y Javier Calvo, durante el rodaje de 'Pedro x Javis'.

¿Qué harán si un día lo dejan? ¿Se pondrá el nombre del siguiente amor? Esto es psicoanálisis y es pesadilla: en Hiroshima, mon amour, ese guion impecable de la poderosa Margarite Duras, uno recibía el nombre de su trauma. Tú te llamas como tu gran dolor, como tu gran amor: tú te llamas Hiroshima. Esa mierda no te deja emanciparte de lo que te atravesó.

Nunca más, nunca más entreguemos el nombre, porque entregar el nombre será entregar las armas.

Yo espero que los Javis puedan emprender sus caminos separados llevándose lo que es suyo, cada uno con su firma a cuestas, con sus ideas y su historia individual: eso es lo que todo el mundo merece para ser feliz.

Coger el nombre, cogerlo de las solapas y echárnoslo a los hombros. Irnos para siempre con nuestro nombre pequeño pero entero y valiente.

Irse sabiendo quién es uno mismo, irse irreductible y tan despacito, y allí a donde vaya, no seré ningún apelativo ni ningún diminutivo.

Allí a donde vaya, sólo yo me llamaré como yo.