El presentador estadounidense Jimmy Kimmel

El presentador estadounidense Jimmy Kimmel

Columnas LOS PESARES Y LOS DÍAS

10 razones por las que la 'cancelación' de Jimmy Kimmel estaba justificada

Se trata de acabar con el ambiente tóxico de demonización de la disidencia que termina encareciendo el rechazo violento de quien discrepa. Y para ello, hay que hacer que la crueldad deje de salir gratis.

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El amago de suspensión del programa del cómico Jimmy Kimmel, incardinado en la polvareda levantada en EEUU por el asesinato de Charlie Kirk, inspiró a los comentaristas liberales a ambos lados del Atlántico una reflexión bastante pedestre:

Donald Trump, que denunciaba la cancelación woke, incurre ahora en la misma censura, pero a la inversa. Es un wokismo de derechas que atenta igualmente contra la libertad de expresión.

Esta argumentación no resiste un análisis algo más elaborado (máxime cuando Disney ha reculado y ha devuelto a la parrilla el late show). Veamos por qué:

1. Trump no canceló a Kimmel

Jimmy Kimmel no fue (momentáneamente) cancelado por hacer una broma sobre Donald Trump, sino por mentir sobre la muerte de Charlie Kirk. 

Contrariamente a lo que han demostrado la Fiscalía estadounidense y el FBI, el presentador insistió en que el asesino de Kirk provenía de las filas trumpistas.

Cabe recordar que las licencias federales con las que operan los canales de televisión estadounidenses están condicionadas a ciertas normas, entre ellas la de no dar información falsa a sabiendas.

A la presión del organismo competente se sumó el repudio de los anunciantes y los accionistas de la cadena, que se decidieron en un primer momento a interrumpir la emisión del late de un Kimmel que ya estaba en el alambre por sus malos datos de audiencia.

De modo que el planteamiento de "Trump intentó cargarse a Kimmel" sólo puede calificarse de capcioso y simplista.

Donald Trump, antes de subirse al avión para asistir al funeral de Charlie Kirk.

Donald Trump, antes de subirse al avión para asistir al funeral de Charlie Kirk. Reuters Reuters

2. La obsesión con lo woke

La visión indiferentista de los liberales antipopulistas, para quien lo mismo es Pedro Sánchez que Donald Trump o cualquier otro autócrata, acusa una marcada superficialidad que nos priva de apercibir la diferencia de contextos.

Ahora aflora la insuficiencia de la crítica conservadora que en los últimos años ha fiscalizado los desafueros izquierdistas, conceptualizándolos como meras desviaciones patológicas del discurso progresista, sin un análisis en profundidad del carácter genéticamente totalitario e intolerante de la ideología izquierdista.

No sorprende, por tanto, que quienes no supieron entender bien la reacción identitaria de la izquierda no estén sabiendo tampoco leer correctamente la reacción identitaria de la derecha.

¿Se han planteado que, quizás, el problema lo tienen ellos, al manejar una mala comprensión de la política?

3. La política es emocional

Los liberales ven con preocupación que se haya elevado a Charlie Kirk a los altares del martirologio, temiendo que la derecha woke lo canonice como una versión especular de George Floyd susceptible de desatar una reacción visceral análoga.

Pero, de nuevo, esta idea de que "no podemos ser como ellos", sino que "tenemos que ser mejores que ellos", olvida otra de las notas distintivas de la política.

A saber, que esta consiste en gran medida en la intendencia de las emociones. Emociones que pueden ser virtuosas o deletéreas, y los poderes públicos deben alentar unas u otras.

Este marco desapasionado olvida que la revolución cultural que ha impulsado la izquierda ha subvertido las principales intuiciones morales a fuerza de campañas de índole emotivista, mientras los liberales se dejaban comer terreno y se refugiaban en la aparente paz perpetua de la antipolítica gestión tecnocrática.

4. La cultura siempre es cancelación

De la misma forma que los liberales se equivocan al pensar que puede haber una política asépticamente racional, olvidan que la cultura siempre implica una cierta forma de cancelación.

Incluida la que informa el propio marco pluralista del liberalismo, que también establece exclusiones bajo parámetros morales de aquellos discursos que no tienen cabida en el espacio cívico.

Como ha recordado el columnista Sohrab Ahmari, toda cultura es, en cierta medida, cultura de la cancelación. Porque el cultivo consuetudinario del espíritu en el que consiste toda tradición moral entraña la poda y la siega de ciertos valores.

Una realidad a la que tampoco escapan los valores ilustrados de los que blasonan los liberales, que como es sabido se afirmaron en primer término recurriendo a la cancelación suprema de la guillotina.

5. La neutralidad es un mito

Los partidarios de la supuestamente irrestricta libertad de expresión no se dan cuenta de que no existe tal cosa como un libre mercado de las ideas, en el que todas ellas tienen cabida y unas se imponen sobre otras en virtud de la mera fuerza de los argumentos.

El marco deliberativo puramente formal es una quimera: la correlación social de fuerzas determina que unas ideas triunfen sobre otras. Siempre habrá un "régimen de verdad", y en nuestra mano está que promueva realidades edificantes o corrosivas.

El ideal de la libertad de expresión pura es en todo caso posible en unas condiciones muy determinadas que, sin duda, hoy en día no se dan.

Porque, como ha señalado el comentarista Auron MacIntyre, "el 'mercado de las ideas' no funciona muy bien cuando existe un riesgo constante de ser asesinado por participar en él".

6. La política va de amigo vs enemigo

El fallo más garrafal de la visión equilibrada y equilibrista que condena la campaña contra Kimmel es olvidar que si el progresismo triunfó es porque creó hegemonía.

Es decir, porque logró que su marco ideológico de parte fuera percibido socialmente como un todo neutral.

Hasta ahora, la respuesta de la derecha liberal se ha limitado a atemperar las expresiones más radicales de la izquierda, sin dejar de subarrendar las categorías de esta ("los verdaderos fascistas son los woke", etcétera) que dejaban a aquella fuera de juego.

Ya no basta una política antirrevolucionaria que se limite a reestablecer un equilibrio justo entre amigo y enemigo que nunca puede existir, mientras la izquierda sigue apuntalando su hegemonía.

¿De verdad piensan los centristas que se van a salvar del rodillo progresista? El constante corrimiento de la etiqueta "ultraderecha" hasta incluir también al centroderecha atestigua lo contrario.

Una política auténticamente conservadora (un programa de ley y orden) sólo puede ser hoy, por tanto, contrarrevolucionaria.

¿O acaso, tomando el caso español, si la derecha gobierna, debería limitarse a retocar quirúrgicamente el sistema mediático y cultural levantado contra ella desde la televisión pública y las cadenas privadas patrocinadas por el erario socialista, o demolerlo por completo?

Una burla en RRSS con IA recrea en un muñeco el asesinato del activista político Charlie Kirk.

Una burla en RRSS con IA recrea en un muñeco el asesinato del activista político Charlie Kirk. E. E.

7. La crueldad no puede salir gratis

El rechazo social a difamadores como Kimmel, lejos de reflejar un espíritu de progromo de una masa fanática, representa un sano esfuerzo por desterrar de la vida cívica a los calumniadores.

De lo que se trata es de cambiar este aire tóxico. De terminar con el ambiente de demonización de la disidencia que acaba encareciendo el rechazo violento de quien discrepa.

Y para ello, no queda otra opción que hacer que la crueldad tenga un castigo. Que no salga gratis.

Muchos estadounidenses han dicho basta tras el asesinato de Kirk. Y también deberíamos decirlo nosotros.

8. "Con Mahoma no os atrevéis"

Leí en el Twitter del erudito y polemista José María Bellido que el problema de la derecha es que tolera o fomenta burlas de Mahoma pero no de Charlie Kirk.

Y esta inconsistencia es cierta.

Por eso, ¿no sería más sensato promover una comunidad en la que tanto el discurso de la crueldad como la blasfemia gratuita estén socialmente penalizados y, por consiguiente, desincentivados por igual?

9. La violencia no es bidireccional

Si el asesinato de Kirk ha marcado un hito es porque ha fungido como termómetro de la radicalización del progresismo. Ha hecho aflorar hasta qué punto estaba normalizada la exaltación de la violencia entre la izquierda.

La diferencia fundamental es que entre los conservadores puede haber violentos, y los hay. Pero el ideario progresista, para consumarse, precisa necesariamente de la violencia.

Más nos valdría a los españoles poner nuestras barbas a remojo.

Porque también en nuestro país está plenamente asentada y homologada en los medios y redes progresistas una retórica inflamada, movida por el rencor más visceral, que se dedica diariamente a esputar soflamas deshumanizantes contra el electorado derechista. Y a promover un apartheid ideológico y un señalamiento de la mitad de la población.

Ante esta coyuntura, y pensando estrictamente en términos de realismo político, ¿cabe de verdad contentarse, si queremos reparar la amistad civil, con otra solución que no vaya en la línea de la de la Administración estadounidense?

A saber, intentar desarticular todo el entramado financiero y mediático que promociona una red cultural y activista que priva a los rivales políticos de dignidad humana, creando un clima que justifica la violencia contra ellos.

10. Contra la batalla cultural

Los centristas lamentan que la configuración irracional de la nueva política es la fuerza motriz de la "polarización". Un ciclo inflamable en el que cada maximalismo ideológico es respondido con otro del signo opuesto, hasta dejar sociedades rotas.

Pero, precisamente, lo que ahonda en la polarización es la idea de la "batalla cultural" que algunos de estos mismos analistas han alentado.

Porque supone embarcarse en una guerra perpetua en la que, además, como se ha explicado, un bando siempre lleva las de perder, debido a su deficiente armamento intelectual y al lastre de sus remilgos.

Lo que tiene más sentido como programa político es tratar de crear una nueva cultura nacional envolvente, que integre en torno a un nuevo centro de gravedad ideológico más sano las distintas posturas políticas.

Porque, como ha explicado el filósofo estadounidense Adrian Vermeule, esto va de restaurar el orden público, subvertido —sí— por la izquierda.

Y eso sólo se puede hacer con el empleo de la autoridad pública a través de medios legales, algo que siempre será preferible a responder a los enemigos del orden público con violencia privada.

El principal error del marco del wokismo de derechas es que pasa por alto que la izquierda censuradora considera las meras palabras de la derecha como violencia. Mientras que de lo que estamos hablando aquí es de disuadir a quienes pretenden silenciar el debate mediante la fuerza.

Vermeule ofrece un buen broche a esta argumentación:

"La justicia legal implacable es realmente lo opuesto a la revolución perpetua".

La respuesta, por tanto, no puede limitarse a recoger el micrófono de Kirk donde lo dejó, sino "ejercer toda la autoridad y la fuerza de la ley para restaurar las condiciones en las que la gente pueda volver a hablar sin temer por sus vidas".