El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, Óscar López, presenta el 'Consenso por una Administración Abierta'.

El ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, Óscar López, presenta el 'Consenso por una Administración Abierta'. Gustavo Valiente Europa Press

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La abolición del mérito: el asalto final del Gobierno a la función pública

La paradoja es sangrante: presentan planes para abrir la Administración pero bloquean la participación real. Prometen transparencia pero no responden a las consultas públicas que ellos mismos lanzan.

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En política, las formas son el fondo.

Y cuando un Gobierno decide demoler uno de los pilares del Estado de derecho —la Administración pública profesional, meritocrática y neutral— con un hueco lenguaje inclusivo y lazos de colores, es que nos encontramos ante una operación quirúrgica (o más bien carnicería).

Una operación para colonizar definitivamente la función pública y convertirla en una extensión del aparato político del Ejecutivo de turno.

Lo llaman "Consenso por una Administración Abierta", pero ni ha habido consenso alguno ni hay apertura que valga. Es todo lo contrario.

Esta peligrosa deriva no comienza con Óscar López, aunque él se encargue ahora de ejecutarla con una inane sonrisa burocrática.

Fue José Luis Escrivá quien, en su etapa como ministro de Transformación Digital y Función Pública, puso en marcha unilateralmente la reforma del modelo de acceso. Sin diálogo, sin transparencia y con el habitual desprecio (tecnocrático y democrático) hacia los profesionales de la función pública.

Desde el principio, los sindicatos y asociaciones del sector alertaron del atropello que se estaba gestando. Sus propuestas fueron sistemáticamente ignoradas. La consulta pública fue un simulacro y el proceso participativo, una pantomima.

Funcionarios.

Funcionarios. Efe

Acto seguido, Escrivá se autopremió con su nombramiento al frente del gobierno del Banco de España, con una operación que vulneró, de nuevo, tanto las formas como el fondo institucional. Se saltaron las garantías y los principios de independencia que exige un cargo de esa naturaleza.

¿Con qué autoridad se puede hablar de "buen gobierno" cuando se practica el nepotismo institucional a plena luz del día?

Óscar López, su sucesor en el Ministerio, ha recogido esa hoja de ruta y la ha convertido en una amenaza frontal a los principios constitucionales de acceso a la función pública.

El modelo propuesto supone la sustitución del sistema de oposiciones objetivas —con exámenes anónimos, criterios públicos y notas claras— por un procedimiento opaco, basado en un curso de posgrado de dos años cuya evaluación abrirá la puerta a la subjetividad, la injerencia política y, en definitiva, al clientelismo.

Las asociaciones de funcionarios han reaccionado con firmeza. La Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado (IHE) ha sido particularmente clara: esta reforma “atenta contra la objetividad, el mérito y la capacidad”, sustituye el rigor por la arbitrariedad y, en sus propias palabras, “demolerá la Administración pública a través de la demolición del capital humano”.

Desde la IHE denuncian además el simbolismo de presentar este plan “con media España de vacaciones” y con un documento plagado de ambigüedades, palabras vacías y conclusiones peligrosas.

Y tienen razón: es la política del escaparate hueco, donde se disfraza una operación de colonización como una modernización tecnológica. No hay una sola línea en el plan que explique cómo se aplicará la inteligencia artificial de forma ética y transparente en los procesos selectivos.

Todo son vaguedades, humo, ruido.

El presidente de CSIF, Miguel Borra, también ha sido claro: esta reforma no resolverá ninguno de los verdaderos problemas de la Administración. Ni el envejecimiento de las plantillas, ni la altísima temporalidad —que roza el 30% en contra de lo exigido por la Unión Europea—, ni la falta de medios, ni los procesos selectivos que caducan sin ejecutarse.

Es un cambio estructural con fines políticos, no una solución a los déficits estructurales.

Mientras tanto, el propio Gobierno mantiene estancado desde hace meses el proceso de consulta sobre la Estrategia Nacional de Gobierno Abierto, una obligación legal y política que duerme el sueño de los justos pese a las reiteradas peticiones de colectivos civiles y profesionales.

La paradoja es sangrante: mientras presentan planes para abrir la Administración, bloquean la participación real. Mientras prometen transparencia, ni siquiera responden a las consultas públicas que ellos mismos lanzan.

Todo esto se cocina en la antesala de una cita internacional en la que el Gobierno pretende presentarse como adalid de las buenas prácticas. En otoño, España será anfitriona de la Cumbre Global de Gobierno Abierto (Open Government Partnership), una cita de alto perfil donde los países miembros rinden cuentas sobre sus avances en transparencia, participación y rendición de cuentas.

¿Qué explicarán? ¿Cómo justificarán esta deriva autoritaria ante socios como Canadá, Estonia o Nueva Zelanda, donde la Administración se basa precisamente en principios de neutralidad, mérito y profesionalización?

¿Con qué cara se presentarán a defender el modelo español mientras socavan su propia función pública desde dentro?

Pero lo más grave es lo que esto significa para los ciudadanos. Cada vez que un funcionario entra por oposición, con reglas claras, ganamos todos. Gana la seguridad jurídica, gana la confianza en el Estado, gana la justicia. Un Estado que se basa en servidores públicos formados, independientes y estables es un Estado que protege a sus ciudadanos, sin distinguir colores, ideologías ni afinidades.

La presidenta de la IHE, Ana de la Herrán, lo ha expresado sin ambages: la peor consecuencia será un funcionario elegido mediante un proceso en el que será imposible garantizar la imparcialidad y la objetividad.

Y no se equivoca. Sin mérito, sin neutralidad, sin exigencia, la Administración se convierte en un ejército de comisarios políticos.

La reforma del Gobierno pretende convertir eso en un recuerdo. Sustituye el conocimiento por el relato, la imparcialidad por la dependencia política y el mérito por el padrinazgo. Denunciarlo cívicamente es una cuestión de supervivencia democrática.

No, el Estado no es propiedad del gobierno de turno. Sus instituciones son la última línea de defensa del ciudadano frente al abuso de poder.

Defender la función pública es defender el contrato social, la igualdad ante la ley, la dignidad del servicio. Y no puede ni debe, en ninguna circunstancia, ser colonizada.

Porque el mérito no es un obstáculo: es la única garantía de que las cosas funcionen, incluso cuando todo lo demás falla.