Igual que confiamos en el horóscopo para que nos enseñe cómo será nuestro futuro, acudimos a informes y estudios sociales como a una especie de oráculo de Delfos. Para descubrir qué tal estamos, qué nos hace, quiénes somos. Y año tras año, estos estudios nos confirman una realidad: tal y como estamos, no estamos bien.

El último en reflejar esta evidencia (poco sorprendente, por otra parte, viendo el panorama) ha sido el World Happiness Report. Un informe publicado hace unos días que ha generado cierta alarma por la caída de la felicidad en los jóvenes, que están empezando a ser más infelices que sus mayores.

A la cabeza de este descenso está Estados Unidos, país en el que se empezó a ver este vuelco de la dinámica intergeneracional allá por 2017. Y como de Estados Unidos nos gusta importar todo lo que tenga que ver con la comida basura e ideologías con cierto toque chic, el informe también constata que esta tendencia se está observando en cada vez más países de Europa.

Fotograma de la película 'La peor persona del mundo', sobre la crisis existencial milenial.

Fotograma de la película 'La peor persona del mundo', sobre la crisis existencial milenial.

Las causas que se barajan para explicar la creciente infelicidad de los millennials y Gen Z pasan por la crisis de acceso a la vivienda, unas políticas gubernamentales enfocadas en los mayores y el estancamiento de los salarios. Qué decir de la crisis climática y la consiguiente ecoansiedad que está generando, o de las redes sociales que amplifican nuestros males de forma exponencial.

Un cóctel explosivo que pone a la misma altura decir que nos espera un futuro nefasto con decir que el cielo es azul. Digamos que de evidencias vamos más que sobrados. Pero hay algo más.

Siempre se ha dicho que los mayores tienden a tener una visión más pesimista de la realidad. En cambio, los jóvenes, el futuro del mundo y de la sociedad, estamos ungidos con una especie de espíritu del optimismo. Con una mayor facilidad para encontrar lo bueno y bello en el mundo y, por ello, con menos curvas y baches para alcanzar la felicidad. Podría decirse que lo traemos de fábrica y que la vida va desgastando esa pieza conforme pasan los años hasta convertirla en una fina arenilla molida.

Pero parece ser que la fábrica está registrando escasez de piezas gracias al progreso, porque el hecho de que los millennials y Gen Z sean cada vez menos felices es una dolencia que mucho tiene que ver con que, cuanto mejor nos va, peor estamos. O peor nos sentimos.

Esa eterna insatisfacción de tenerlo casi todo y ansiar aún más. De no tener problemas y, en muchos casos, crearlos para satisfacer el impulso de mejora.

Hace unos días, Arthur C. Brooks, una especie de gurú de la felicidad, comentó en una cena en la que estuve que los tres imprescindibles para alcanzar la felicidad eran el disfrute, la satisfacción y el sentido.

En el ámbito del sentido, estamos acabando de alicatar una sociedad basada en un relativismo tan voraz, que el nihilismo es su única consecuencia lógica. Con un horizonte ínfimo, casi inexistente, aniquila cualquier sentido de esperanza y vacía de significado el concepto de brújula moral que es indispensable para el comportamiento humano.

A partir de aquí, cogemos cualquier sentimiento que parezca noble de guía moral como, por ejemplo, la culpa. Pero una culpa deformada que sentimos por prácticamente todo, incluso por el simple hecho de vivir.

Nos autofustigamos por nuestros privilegios adquiridos con nuestro apellido, nuestro sexo y nuestro código postal, o fustigamos a otros por esos privilegios que les han sido regalados con su apellido, su sexo y su código postal.

Una actitud antes impuesta por el puritanismo y que ahora impone la religión del progreso, de lo woke o como se quiera llamar.

Da igual si endógena o exógena, la culpa está tan presente entre los jóvenes que, sinceramente, a quién le puede extrañar que seamos menos felices, sí, más a más, es una actitud que casi se exige. Poco comprometido estás con la causa social si no te flagelas o si no flagelas al vecino.

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Y la culpa, su moneda de cambio.

Sin embargo, hubo otra cosa que dijo Brooks durante la cena, que se quedó rebotando en mi cerebro como una pelotita de pin-pon: en Occidente, hemos preferido ser especiales a ser felices.

Tanta etiqueta, tanta lucha abstracta, tanta consigna individualista. Queríamos marcar las diferencias con el de al lado, ser distintos, especiales, y lo único que hemos conseguido es convertirnos en una especie de prototipos reaccionarios. Reaccionarios, enfadados y sí, infelices.

Tal vez, no estaría de más abandonar ese deseo ciego de ser especiales y dejar de atomizarnos en pro de unas causas que, en ocasiones, son ficticias.

Tal vez, lo poco que hace falta es escoger esa opción de ser felices. De querer serlo. De tender una mano, dar apoyo, buscar la justicia, hacer el bien, ser útiles, creer que hay un sentido.

O, por lo menos, intentarlo.