"El sanchismo nos está comiendo la tostada", dicen algunos, "y vosotros venís con la Constitución". Lo que nos quieren decir es que los que creemos que la Constitución sigue siendo un instrumento jurídico y político eficaz somos, en el mejor de los casos, tontos útiles. En el fondo, traidores que no damos la batalla como hay que darla.

Si a la Kulturkampf se le resistía el positivismo jurídico, a la batalla cultural le irrita la Constitución. Ambos contrincantes piensan que las Constituciones no enamoran y que por eso producen desafección. Adolecen de frialdad positivista y hay que buscar algo que enamore.

Pero ¿quién ha dicho que una Constitución nos tenga que enamorar? La Constitución no es una novela de Corín Tellado.

Vista general de la solemne apertura de la XV Legislatura.

Vista general de la solemne apertura de la XV Legislatura.

Las críticas a la frialdad positivista de los textos constitucionales del siglo XX no son nuevas. Menudeaban en la época en que el autor y padre de nuestra forma de entender el constitucionalismo, Hans Kelsen, se las tenía que ver con los que asaltaron el Reichstag y quisieron enamorar a todo un pueblo con un ideal, el Tercer Reich.

En el contexto de la Kulturkampf no faltó la mala fe de los que criticaron el "relativismo constitucional", al que atribuyeron el suicidio democrático de la nación.

Contra lo que, según ellos, era relativismo constitucional, frialdad positivista y relativismo filosófico de la República de Weimar, los críticos no dudaron en oponer la ilusión del Tercer Reich, la heroicidad del superhombre y un texto mucho más hondo y romántico que llevaba por título Mi lucha. El Mein Kampf sí que enamoraba. Por aquel texto inarticulado y hondamente espiritual, muchos estuvieron dispuestos a morir.

Nosotros, españoles, también recurrimos a la fe y a la energía para legitimar el orden fundamental.

Les propongo que lean esta cita acríticamente y piensen si les suena actual:

En aquel trance español había que decir ¡basta! con todas las fuerzas del corazón si queríamos evitar una desintegración total de nuestro pueblo. ¿Sabéis cuál fue el arma decisiva para que ese grito, no menos bronco que el que salía de la calle cada día, teñido aquel de odio y azuzando al hombre para perseguir al hombre, para que ese ¡basta! constituyese el punto de partida de una España nueva? La fe. La fe en los valores de nuestra gente, la fe en nuestros hombres, la fe en la juventud que iba a tener acceso al gobierno de su pueblo porque creía en él. Con fe se salvó la grandeza a que tiene derecho un pueblo que significa algo en el concierto mundial.

La cita es muy completa. La necesidad de decir "¡basta!". La urgencia de parar la ruptura de España. Y el arma decisiva de la fe y los valores de "nuestra gente".

Pertenece al discurso que dio Franco ante las Cortes Españolas en la sesión de aprobación de la Séptima Ley Fundamental del Reino, la Ley Orgánica del Estado, que tenía por objeto garantizar la perdurabilidad del régimen.

Los términos de la cuestión siguen siendo los mismos. ¿Cuál es el arma decisiva para conservar el orden?

Pero las respuestas son diametralmente opuestas. Unos piensan que la Constitución es papel mojado ante la amenaza sanchista. Otros, entre los que me encuentro, que la respuesta hace 100 años, 50, o en estos momentos, sigue siendo la misma: la Constitución.

Por eso prefiero ser un tonto útil que un enamoradizo de la nación. Prefiero morir de aburrimiento institucional que de ilusión nacionalista. Prefiero confiar en las leyes y en los tribunales que en los héroes salvapatrias.