En una de sus entrevistas propagandísticas, Vladímir Putin afirmó que Occidente había "instalado" en la jefatura del Estado ucraniano a un "judío étnico, con raíces y origen judíos" para ocultar la naturaleza "antihumana" de la Ucrania moderna (Putin no se refiere a Zelenski por su nombre, reflejo de ese enconamiento pasivo-agresivo suyo hacia un líder que le ha humillado con su resistencia y tenacidad).

Vladímir Putin, durante un acto en Perm.

Vladímir Putin, durante un acto en Perm. REUTERS

En octubre, en Valdai, un evento dirigido a legitimar el putinismo a los ojos del mundo (y que frecuentaban muchos de sus lacayos occidentales: vino, mujeres y casito), el presidente ruso, micrófono en mano, dijo que "Odesa es por supuesto una ciudad rusa, pero un poquito judía".

Los odesids tienen una opinión diferente de lo primero, otra de las razones por las cuales el ejército del que Putin es comandante en jefe les bombardea (anoche mismo). En Odesa, ciudad magnífica y canalla que visito con asiduidad, han concluido que como Rusia no logra someterla con su no tan temible Flota del mar Negro, intentará destruirla (es a lo que arengan sus propagandistas). Es lo que hace casi diariamente con la orgullosa Járkiv, en el noreste.

De Odesa y su barrio de Moldavanka era el gran escritor judío Isaac Bábel, que describió la vida en esta ciudad a principios del siglo XX, en el contexto del pogromo de 1905, bajo el Imperio ruso. Cuando las cosas iban mal para Moscú y sus guerras, tendían a echarles la culpa a los judíos.

De eso advirtió en 2022 el gran rabino de Moscú, Pinchas Goldschmidt, que se opuso a la guerra e instó a los judíos a que abandonaran Rusia mientras pudieran (él fue Israel). El régimen le ha declarado "agente extranjero", uno de sus mecanismos para silenciar a disidentes. Goldschmidt responde, con razón, que él está en el lado correcto de la Historia.

No lo está Lavrov, ministro de exteriores ruso, quien tiene también papeletas de ser declarado criminal de guerra y a quien tantos diplomáticos españoles admiraban por su "gran diplomacia". En 2022, al hablar de Zelenski, dijo que "también Hitler tenía sangre judía" y que algunos de "los peores antisemitas son judíos".

Lo segundo es otro sinsentido más. Lo primero, una teoría de la conspiración. Este buen diplomático abrió así una crisis con Israel, cuyo Gobierno parece haber descubierto tarde de qué va esta Rusia que recibe a Hamás, estrecha lazos con Irán y, en otro ejercicio de cinismo criminal, les niega el mismo derecho a defenderse que el Kremlin alega contra Ucrania, desvirtuando de paso la legítima defensa.

Los mismos propagandistas que se alegran con imágenes de niños ucranianos muertos por misiles rusos, en un grotesco culto nihilista que muchos occidentales no logran asumir aún, glorificaron los asesinatos del pogromo del 7 de octubre e instaron a más, no sólo en Israel. 

Recordé las palabras de Goldschmidt con el pogromo (fallido, menos mal) del 29 de octubre en Makhachkala, Dagestan, cuando una muchedumbre tomó el aeropuerto en busca de "judíos". No sorprendió a nadie conocedor de la bancarrota moral de Rusia con Putin y de la difusión en la sociedad de su chovinismo y de ese nihilismo que es también señal propia de identidad del régimen y de muchos de sus enloquecidos adeptos. A Putin, este pogromo le aguó una reunión con líderes de distintas confesiones, un par de días antes. Previsiblemente, echó la culpa a Occidente y Ucrania.

Pasemos un momento a este país vecino, donde estas semanas no ha habido incidentes antisemitas. Cuando en 2019 comenté con amigos y amigas ucranianas que qué bien que hubiera sido elegido un presidente de origen judío, la respuesta habitual era un encogimiento de hombros ante ese origen, lo que me parece maravilloso. Les importaba sólo lo qué iba a hacer o no Zelenski con Putin y la guerra en el Donbás, y si iba a lograr sacar adelante reformas (el actual ministro de Defensa, Rustem Umérov, es tártaro, por tanto, musulmán). 

Entre mis contactos con figuras de las comunidades judías en Ucrania hay coincidencia en los parecidos de Putin, su violento lenguaje agresor que niega la existencia de Ucrania, y sus ejércitos invasores, con el fascismo de antaño.

En el reciente viaje de Josep Borrell a Odesa y Kyiv, visitamos el memorial de Babi Yar, que recuerda a los 30.000 judíos kievitas asesinados por los nazis, apoyados por sus colaboradores de la policía auxiliar. Uno de los peores episodios del Holocausto que recojo en mi libro Estación Ucrania.

Los nazis asesinaron además allí a decenas de miles de prisioneros soviéticos, nacionalistas ucranianos, romaníes, pacientes psiquiátricos, etcétera. El amable rabino que nos recibió insistió con vehemencia en que estas cosas volvían "a pasar hoy". Se refería a algunos crímenes rusos, sobre todo en la Ucrania ocupada.

Intuyo que si pudiera hablarnos desde el más allá, Boris Romanchenko nos diría lo mismo. Superviviente de Buchenwald, Dora y Bergen-Belsen, murió a sus 96 en un bombardeo ruso contra Járkiv. Hay más casos así.

Lecciones a extraer. Una, la "desnazificación" de Ucrania es un recurso putinista de su lenguaje orwelliano y criminal para justificar la destrucción de este país europeo, el asesinato, exilio o deportación de sus líderes políticos, sociales y religiosos, y la esclavitud, exilio o deportación de su población. Es también una banalización del nazismo.

Dos, la Ucrania moderna no es un paraíso, pero muestra una y otra vez que puede cambiar para bien, sobre todo si prevalece en esta guerra. Rusia, con Putin, sólo para peor. Y los demás con ella, sobre todo si ganara.