Hay que reconocerle al sistema ruso y a su aparato de propaganda su capacidad para infestar nuestro lenguaje político democrático de terminología, a menudo heredera del estalinismo, que legitima la invasión rusa y sus dantescas barbaridades en Ucrania.

El presidente ruso Vladímir Putin.

El presidente ruso Vladímir Putin. EFE

He hecho hincapié en este tema desde 2014 ante tantos equívocos mediáticos y políticos tras la invasión rusa de Crimea y su subsiguiente intervención en el Donbás ("referéndum", "separatistas", etcétera). Reivindicando a George Orwell, he alertado de los peligros de este lenguaje y de cómo, salvo que hubiera una respuesta occidental contundente, Vladímir Putin y su círculo intentarían terminar lo empezado. 

El lenguaje político nunca es inocente. Lo es menos todavía cuando se trata de regímenes autoritarios o protototalitarios como Rusia hoy, y de guerras y violaciones masivas de derechos humanos del tipo que, en esos términos orwellianos, lleva a cabo el régimen de Putin en Ucrania. Su lenguaje ha colonizado hasta tal punto el nuestro que nubla nuestra capacidad de llamar las cosas por su nombre.

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También conduce a analistas, influencers y políticos a justificar, no siempre implícitamente, la invasión e incluso los crímenes, que son su consecuencia directa. 

Orwell nos enseñó que "el lenguaje político está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento". Para defender lo indefendible, como las deportaciones ("transferencia de poblaciones") o los bombardeos aéreos contra la población civil ("pacificación", una de las narrativas que esgrimen Putin y su aparato para destruir Ucrania).

Veamos ejemplos concretos.

El presidente de Brasil, Lula da Silva, rechaza la propuesta de paz de Zelenski (llamada Fórmula para la paz) porque exigir la retirada de las fuerzas rusas de Ucrania implica la "rendición" de Rusia.

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Es decir, que considera inaceptable o "irrealista" exigir que una potencia nuclear cumpla con la Carta de la ONU y se retire militarmente de uno de los países más pobres de Europa. Un país que le entregó su arsenal nuclear hace 30 años a cambio de respetar su integridad territorial.

Un país al que Rusia ha invadido, devastado hasta niveles de la II Guerra Mundial, bombardeado sistemáticamente, del que ha deportado a miles de sus niños (en la horquilla baja), al que ha causado decenas de miles de víctimas civiles (también en la horquilla baja) y que casi deja de existir si no llega a ser por la resistencia ucraniana y el apoyo occidental.

Lula, dice, quiere la "paz", pero parece que incondicional. Es decir, una partición (esto es, que Ucrania deje de existir) que permita que Putin vuelva a atacar mañana, dentro de Ucrania, mientras su aparato de seguridad sigue deteniendo hoy a ciudadanos ucranianos "desleales" en "campos de filtración" (otro término soviético: son campos de concentración en la Ucrania ocupada) o deportándoles a Rusia.  

Más. Muchos medios se hacen eco de esta terminología del Kremlin al hablar de "evacuaciones" de población ucraniana en las zonas ocupadas por Rusia, teóricamente por su seguridad. El Cuarto Convenio de Ginebra sobre protección a la población civil en tiempos de guerra prohíbe a la potencia ocupante deportar población local a su territorio, como sucede a menudo bajo el paraguas de "evacuación".

En línea con el legado de sus predecesores en la región, este Kremlin busca, con la deportación de niños ucranianos, alterar la demografía de estas provincias ucranianas y repoblarlas con población rusa. Esto es indiciario de limpieza étnica y, en el caso de los niños, de genocidio, conforme a la Convención de 1948. 

Otro ejemplo de esta corrupción del lenguaje es la manida "escalada" ante todo apoyo militar occidental convencional a Ucrania. Enviar algunos tanques de hace tres décadas (como los españoles Leopard 2 A4) o modelos de más de medio siglo (los Leopard 1) es una "escalada" peligrosa.

Pero los miles de misiles rusos contra Ucrania y los bombardeos (este mes, diarios), como he vivido en persona, de noche (para sorprender a la gente dormida), reduciendo a escombros viviendas y supermercados (Ucrania sufre varios 'Hipercor' al mes), sólo merecen silencio.

Darles contadas baterías antiaéreas Patriot a Ucrania para que pueda defenderse de estos ataques también se califica de "escalada". 

La "desmilitarización" de Ucrania es la destrucción de su capacidad de defensa para que Rusia invada, ocupe y reprima sin cortapisas. La "desnazificación" no es más que la eliminación de cualquier representante elegido, activista, periodista, etcétera, que se oponga a Moscú.

Los restos de Olga Sukhenko, alcaldesa de Motyzhin, al norte de Kyiv, en una fosa común con su marido e hijo (un caso no aislado) son la realidad de esa "desnazificación" que aún campa por nuestros medios y espacios de debate. De la "liberación" de la que habla Putin sobre los escombros de Bakhmut dan fe las ruinas y cenizas de lo que hasta ayer fueron ciudades llenas de vida.

Orwell concluía que si el pensamiento corrompe el lenguaje, también el lenguaje puede corromper el pensamiento, un problema a la hora de abordar hoy el fenómeno del mal. Por eso es preciso que volvamos a llamar las cosas por su nombre, sin ambages (una condición de las sociedades libres, un lujo peligroso en las que no lo son). Y eso no sólo sirve para la invasión rusa de Ucrania, aunque la larga lista de atrocidades rusas ilustra la dimensión del problema. El entrecomillado no basta.