Es sabido que, cada cierto tiempo, la pasión desborda y niebla el criterio, con la mala fortuna de propagarse a toda velocidad, como un rinovirus, hasta convertir a Donald Trump en presidente de los Estados Unidos. Sucedió una vez, sucederá (quizá) otra. A menos que las conversaciones con familiares y amigos no sean, quién sabe, la medida de las cosas. 

Donald Trump escruta una máscara de Donald Trump.

Donald Trump escruta una máscara de Donald Trump. Reuters

Trump se marchó de las sobremesas, regresó sin ruido. Lo fascinante de su reingreso en la mente del español medio corresponde, en esencia, a una cualidad felina: el sigilo. Inadvertido, silencioso y, al cabo, indiscreto, como un gato al que pierdes de vista y, un segundo después, descubres sobre ti. O en lo alto. Las rutas del algoritmo contienen sus lógicas. Lo que a mí me avasalla, a mi amigo no lo roza. Y el caso es que, al revés, también sucede.

Dijo mi amigo: "¿No lo ves?". Pregunté: "¿El qué?". Dijo: "Todo el mundo odia a Trump, pero al menos con él Estados Unidos no entró en ninguna guerra". En la sencillez de una frase rotunda, redonda, hueca, reside una fórmula cuidada, una comprensión muy útil de la psicología del hombre. Bastaría contraponer: "Así que de la invasión de Ucrania se ocupó Joe Biden". Pero sería en vano. Trump lo sabe: "Podría disparar a gente en la Quinta Avenida sin perder un voto". Lo dijo una vez, en 2016. Lo dirá otra. Y será cierto. 

Posee la cualidad. Sólo alguien genuinamente antiamericano puede levantar las pasiones de los más patriotas sin levantar, al mismo tiempo, las sospechas. Alguien que da nombre a una construcción de Manhattan. Sólo quien se erige contra la separación de poderes, contra las libertades civiles, contra el bien común, contra la seguridad nacional, contra las instituciones que, desde que Hollywood inspira al mundo, explican al resto el significado de las barras y las estrellas, puede proyectarse como protector, garante y emblema. Y ni es mujer, ni sostiene una antorcha.

Salió indemne. Se dejó ayudar por Rusia para alcanzar la Casa Blanca y, ya como presidente, insultó a la agencia de Inteligencia que le salvó la vida, en varias ocasiones: "Confío en la CIA, pero el presidente Putin ha sido extremadamente firme y convincente". Y salió indemne. Convenció a millones sobre la manipulación de las elecciones, sin pasar por el trámite de las pruebas, y procuró manipularlas por su cuenta, sin motivos para el reproche. Fracasó. De modo que alentó a sus seguidores a tomar el Capitolio. Murieron cuatro asaltantes. Mataron a un policía. Decenas de agentes arrastran lesiones, traumas, secuelas. Y salió indemne.

Le dije a mi amigo: "No entró en guerra, pero no le faltó empeño". Y qué. Atropellaría a una anciana, quemaría el Evangelio, ocuparía el Canadá. Y lo votarían. Las rutas del trumpismo contienen sus lógicas. Brindó el influencer Jano García, en otro medio, un ejemplo: "Prefiero un dictador bueno a Pedro Sánchez". El trumpismo es el oxímoron. Las bellas enfermedades. Las dulces violaciones. Los tímidos secuestros. Pudo aprender Jano de Escohotado. Si la cosa es (como el hielo, como el fuego), sobra el adjetivo. Si la cosa es, permite una descripción con detalle.

Si la cosa no es, en cambio, basta con una verdad: que sólo lo sea para uno de los dos. Y lo demás serán argucias de ecologistas, islamistas y transexuales.