Decía el escritor americano Kurt Vonnegut que el terror consiste en despertar una mañana y ver a tus compañeros de instituto dirigiendo el país. Esa caída del caballo puede ser aterradora a los 40 (la madurez de la juventud) y espeluznante a los 50 (la juventud de la madurez). Pero roza el horror cósmico cuando rondas los 80, a duras penas eres capaz de recordar el nombre de tu instituto y tu compañero es el presidente de los Estados Unidos de América, que muy probablemente tampoco lo recuerde. 

Joe Biden en su despacho de la Casa Blanca junto a una niña. Reuters

El término gerontocracia empezó a usarse de forma despectiva durante los años 80, cuando la edad media del politburó de la Unión Soviética era de 70 años. Brézhnev murió en 1982 con 76 años. Su sustituto, Andrópov, tenía sólo 68 años, pero murió al cabo de sólo 15 meses. Chernenko, el siguiente en la lista, tenía 72 años cuando ocupó el puesto de Andrópov. A duras penas superó ese año. Murió a los 13 meses. 

Tampoco era un chavea Ronald Reagan cuando llegó con 70 años a la presidencia de los Estados Unidos en 1981. Pero James Baker, su primer jefe de gabinete, tenía 51. Michael Deaver, su subsecretario de gabinete, 48. Y Edwin Meese, su principal asesor, 50. Y ese era el núcleo duro de la administración Reagan. El Gobierno no electo

Por supuesto, la edad por sí sola no es indicativo de nada. Pero cómo gestionas esa edad sí lo es. Y Biden no parece estar gestionándola especialmente bien. 

Biden llegó a la presidencia con 78 años, la misma que tenía Reagan cuando abandonó la Casa Blanca. Si ganara las próximas elecciones presidenciales y agotara su mandato, se retiraría con 86 años. La misma edad que tiene hoy Alan Delon, que anda pidiendo la eutanasia. O la leyenda del blues Buddy Guy, que todavía recuerda su infancia como recolector de algodón en la Luisiana previa a la II Guerra Mundial. 

Los debates sobre la edad de Joe Biden y su capacidad para ejercer como presidente son hoy habituales en los medios americanos. Los vídeos en los que se ve a Biden saludar al vacío, tenderle la mano a la nada, balbucir incoherencias, leer las apostillas del teleprompter, caerse de la bicicleta o tropezar en la escalerilla del avión presidencial son ya habituales en las redes sociales.

¿Es Biden un hombre al borde de la senilidad o sólo un presidente maduro, y en razonable buena forma, vapuleado por unas cámaras de televisión que escrutan y exponen hasta la más intrascendente de sus vacilaciones? 

[Las nuevas señales alarmantes de la salud de Biden ponen en cuarentena su reelección]

El debate es más estético que sustancial. El Gobierno americano, por no decir el Estado americano, es una máquina colosal y lo suficientemente engrasada como para sobrevivir sin excesivos problemas a un presidente demasiado mayor para el cargo. La Casa Blanca sobrevivió a Donald Trump, que llegó al cargo con 71 años, y sobrevivirá a Joe Biden, como sobrevivirá a cualquiera que lo sustituya en su momento, por anciano que sea. 

Es más. El sistema presidencialista americano y su rocosa separación de poderes (que hace que el presidente no dependa de los caprichos del Parlamento y que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial disfruten de una independencia casi utópica en esa España socialista que mató a Montesquieu en 1985) hacen casi imposible que la incapacidad de un presidente arrastre consigo al resto de las instituciones.

Esa incapacidad del presidente, de hecho, ni siquiera sería capaz de arrastrar al propio Gobierno, por más presidencialista que sea este.

The Gatekeepers, de Chris Whipple.

 

[Conviene leer el libro The Gatekeepers de Chris Whipple, subtitulado Cómo los jefes de gabinete definen las presidencias, para comprender cómo el presidente de los Estados Unidos es muchas veces sólo una pieza más del engranaje de un gabinete de Gobierno en el que los verdaderos expertos son siempre otros].  

Dicho lo cual, mejor que un presidente como Joe Biden no se tope con una crisis geopolítica capaz de transformarse en una amenaza existencial para las democracias. Por si las moscas. 

Porque más preocupante que ser viejo es ejercer de viejo. Pero lo verdaderamente letal es que tus enemigos te perciban como viejo. Como le dijo Reagan a su biógrafo Lou Cannon, "la edad será un problema si actúo como un viejo, y no lo será si no lo hago". 

Y ese es el problema con Joe Biden. Que la retirada de las tropas de Afganistán, una decisión compartida tanto por Barack Obama como por el aislacionista Trump, y de la que Biden no tenía escapatoria posible, fue interpretada como la cobardía del gobernante anciano que reagrupa y atrinchera a sus soldados ante la evidencia de que estos son incapaces ya de mantener a raya a los bárbaros más allá de los limes del imperio. 

O que sus constantes balbuceos, su empeño en llamar "presidenta Harris" a la vicepresidenta Kamala Harris o los problemas que parece tener para seguir una línea de pensamiento recta en sus discursos hacen que haya trascendido ya el nerviosismo de su equipo, temeroso de que Biden diga o haga algo en público que confirme que no está capacitado para continuar al mando en el Despacho Oval.

Por no hablar de sus dificultades para ponerse la chaqueta sin ayuda. 

El problema para el Partido Demócrata no es menor. La raquítica popularidad de Biden parece confirmar eso que insinúan ya algunos analistas americanos. Que las elecciones de noviembre están perdidas, salvo que el asunto del aborto vuelva a las portadas y que el galón de gasolina baje hasta los tres dólares.

Que la única posibilidad de que el Partido Demócrata gane las presidenciales de 2024 es que su rival sea Donald Trump. 

Algo que, paradójicamente, es el único argumento más o menos razonable capaz de sustentar esa teoría de la conspiración trumpista que achaca a una caza de brujas del deep state el registro de su mansión o la investigación de sus negocios por la Fiscalía de Nueva York.

Es decir, el argumento de que nada complacería más a los demócratas que enfrentarse a Trump, y no a otro republicano como por ejemplo el gobernador de Florida Ron DeSantis, el Ayuso americano, el 5 de noviembre de 2024.

Estados Unidos no tiene hoy nada que envidiarle a la Unión Soviética de los años 80. Porque Joe Biden tiene 79 años. Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes, 82. Y Donald Trump, 76.

La periodista Arwa Mahdawi da más datos en el diario británico The Guardian. Seis senadores americanos tienen más de 80 años. 23 tienen más de 70. La edad media de los senadores americanos es de 64 años, la mayor de la historia. La senadora Dianne Fenstein tiene 88. Los mismos que su compañero Chuck Grassley

Bernie Sanders, la Manuela Carmena americana (por continuar con los paralelismos nacionales), la gran y eterna esperanza de la extrema izquierda estadounidense, tiene 80 años. La congresista Maxine Waters, una de las más emblemáticas del país, 83. Janet Yellen, la secretaria del Tesoro, 75. 

Estados Unidos es una gerontocracia. Como lo fue la Unión Soviética de los años 80. Como lo es el Vaticano. Y como lo es Cuba.

No deja de ser sintomático además que las gerontocracias sean propias de dictaduras casi siempre socialistas. Gerontocracias han sido Corea del Norte, Rumanía, Vietnam, Albania y Checoslovaquia.

También, por cierto, el Comité Olímpico Internacional.

Por no hablar de los regímenes islámicos y de sus élites religiosas.

Un simple vistazo al Biden candidato y al Biden presidente de un año y medio después parece dejar claro que, a este ritmo, el presidente no será el candidato de los demócratas en 2024. ¿Sería capaz un presidente como Biden de liderar su nación en una hipotética Tercera Guerra Mundial contra China, Rusia e Irán? ¿Sería capaz de liderar Occidente si las democracias liberales dependieran de él? 

Lejos de mí la funesta moda de la efebocracia y de su hermana gemela, la gerontofobia, mil veces más corrosivas ambas, por estúpidas, que la propia gerontocracia.

Pero las dudas sobre Biden, que no fue siquiera capaz de imponerse a Nancy Pelosi cuando esta arriesgó una segunda guerra en Taiwán por un capricho senil, arrecian cada vez con más fuerza. Conviene tener en cuenta que la mentalidad china y rusa no es cortoplacista como la occidental y que mientras Occidente reacciona a los acontecimientos (entre otros motivos por los propios incentivos electoralistas propios de las democracias) las dictaduras los generan aprovechando ventanas de oportunidad. 

Y ventana de oportunidad fue, para China, la visita de Pelosi a Taiwán. O, para Rusia, el previsible fracaso de la política energética ecologista alemana.

Y ventana de oportunidad es, para ambas, la gerontocracia americana. Una señal luminosa que, como demostró la caída de la Unión Soviética a finales de los años 80, reza "decadencia institucional e intelectual".

Que la caída del próximo muro no nos pille debajo de un montón de ancianos.

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