Cuando se habla de "gerontocracia" para referirse a los últimos años de la Unión Soviética, es inevitable citar los nombres de los fugaces Yuri Andropov y Konstantin Chernenko. El primero llegó al puesto de secretario general del PCUS a los 68 años tras una dilatada experiencia como director del KGB. El segundo lo hizo a los 73 años y apenas duró uno más en el poder: una cirrosis hepática acabó con su vida al poco de empezar su mandato.

En sí, la edad poco tiene que ver con la capacidad. Si los nombramientos de Andropov y Chernenko se asocian a la decadencia de su país es más bien por la sensación de que ya tenían sus carreras hechas y suponían una continuidad nefasta para un régimen que necesitaba una renovación urgente. La duda, ahora mismo, es si Estados Unidos está cometiendo el mismo error.

En 2016, Donald Trump Jr. se convirtió en el presidente electo de mayor edad de la historia: tenía 70 años. Podría haber superado su propio récord en 2020, cuando se presentó a las elecciones con 74, pero fue derrotado por Joe Biden… que contaba por entonces con casi 78.

Nada hace pensar que Trump tenga problema físico alguno. De hecho, su vitalidad es envidiable. Tampoco parece que lo tenga Nancy Pelosi, la máxima autoridad de la Cámara de Representantes, de viaje por Asia a los 82 años encendiendo fuegos. Otra cosa es Biden, próximo a cumplir los 80. En contra de Biden juega una fragilidad física que no ayuda: su delgadez, su pelo cano, las arrugas en el rostro. Cuando Biden se tropieza subiendo las escaleras de un avión, no parece torpe, parece enfermo. Es inevitable. Ahora bien, eso es apariencia. Otros detalles resultan más preocupantes.

En abril de este año, el vídeo de Biden haciendo el gesto de darle la mano al vacío después de terminar un discurso en Carolina del Norte se hizo viral. Hay que tener mucho cuidado con los vídeos cortos desde una sola perspectiva porque pueden ser engañosos. Aunque las imágenes eran bastante desconcertantes, podría haber una explicación detrás de todo ello. El problema es que la situación se repitió tres meses después durante un viaje a Israel: tras una rueda de prensa junto al presidente israelí, ambos se apretaron la mano; a continuación, Biden se giró hacia su derecha y ofreció un nuevo apretón a la nada.

Una presión insoportable

En ambos casos, Biden esboza un gesto de perplejidad. Se queda con la mano extendida, sin saber cómo reaccionar, consciente de que está haciendo algo que no debería estar haciendo, pero sin acabar de entender el qué. Después, disimula el incidente con algún otro movimiento de la mano para distraer la atención. Si dos sucesos de este tipo en tres meses no fuera de por sí algo alarmante, este martes volvió a suceder, esta vez en las inmediaciones de la propia Casa Blanca, en un acto político junto al líder de la mayoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer.

Al acabar su discurso, Schumer se giró, dio la mano al presidente y después hizo lo propio con el resto de los invitados. Al volver al estrado, Biden, sorprendentemente, seguía con la mano extendida, con la misma cara de "no sé qué me está pasando", la misma sensación de que el cerebro había mandado a una orden en el momento equivocado. Al cabo de dos o tres segundos realmente angustiosos, el presidente se llevó la mano a la nariz, aún confuso.

Son imágenes muy poco agradables de ver y que probablemente tengan una explicación. Otra cosa es que alguien se esté molestando en darla. Joe Biden no solo tiene ochenta años, sino que, durante su mandato, ha tenido que convivir con la mayor división política que recuerda Estados Unidos desde su Guerra Civil, con las consecuencias de una pandemia devastadora, con una inflación disparada, unos índices de aprobación desastrosos… y una situación internacional peliaguda. En la actualidad, Estados Unidos mantiene conflictos abiertos -aunque de distinta magnitud- con dos potencias nucleares: Rusia y China.

¿Un segundo mandato en estas circunstancias?

Más allá de filiaciones políticas, la situación es preocupante. El presidente viene de sufrir un doble contagio por Covid que le ha tenido en cuarentena durante casi diez días. No parece estar en su mejor momento y, si la salud ya fue un tema recurrente en la campaña presidencial de 2020, será un tema constante de chanza y escándalo en 2024 si Biden decidiera presentarse a la reelección; algo que, de momento, ni ha descartado ni ha confirmado al cien por cien.

Pocos presidentes han renunciado sin más a intentar un segundo mandato. El más reciente, Lyndon B. Johnson, consciente de que las encuestas le colocaban muy por detrás de Richard Nixon y agotado tras cinco años en la Casa Blanca gestionando la guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles. Los más cercanos a Biden insisten en que al exsenador por Delaware le gustaría volver a presentarse, pero una cosa es querer y otra muy distinta, poder. Biden no solo tendría que comerse una campaña electoral con 81 años, sino que acabaría ese posible segundo mandato con 86. Ríanse de Chernenko.

El problema son las alternativas: el favorito en los sondeos sigue siendo Donald Trump. Trump tendrá 78 años en noviembre de 2024. Dentro del Partido Demócrata, el ala moderada lo encabeza Nancy Pelosi (84 años el día de las elecciones) y el ala más progresista sigue liderado por Bernie Sanders (83). Todos miran con esperanza a la vicepresidenta Kamala Harris (59) y a la congresista Alexandra Ocasio-Cortez (35). Ambas parecen, tal vez junto a Pete Buttigieg (42), actual secretario de estado de transporte, las únicas capaces de aunar experiencia, vitalidad y un proyecto de futuro que haga frente al vendaval Trump. Si es que el vendaval Trump llega a la costa, claro. Pero esa es otra cuestión.