El chico tenía trece años. Se detuvo junto a la caseta y señaló el libro a sus padres. Les sonrió como si les pidiera permiso, y luego lo cogió. Entusiasmado, empezó a hojearlo. ¿Lo vas a leer? Sí, sí, papá.

Dos niñas escogen libros en la Feria del Libro de Madrid.

Dos niñas escogen libros en la Feria del Libro de Madrid. EFE

Hitler y Stalin, vidas paralelas (Kailas, 2016), no es cualquier cosa. La monumental obra de Alan Bullock consta de 1800 páginas e innumerables fotografías de los dos mayores dictadores del siglo pasado, y supone el más exhaustivo relato de la compleja personalidad de los dos líderes y un doloroso y contundente registro de las calamidades que provocaron. 

Podía observar, conmovido, la emoción del chico mientras pasaba con cuidado, casi con veneración, las primeras páginas. "Aunque el presupuesto del mes para comprar libros ya lo hemos sobrepasado, si lo vas a leer te lo compramos", comunicó su madre. El chico levantó la mirada y sonrió, agradecido.

Fue entonces cuando le pregunté la edad. Los preadolescentes no suelen leer libros de historia. Y menos tochos de casi 2000 páginas. Imaginé al jovencito convertido en adulto, quizá con 30 o 35 años, liderando al país, figurando destacado, también, en los foros internacionales más trascendentes, sin duda una de las grandes referencias de una España moderna, progresista, cautivadora.

En todo caso, para asegurarme, le pregunté qué quería ser de mayor. Esbozó una gran sonrisa y contestó con toda alegría: "¡Funcionario!".

Por cómo lo dijo, con toda la confianza posible, no parecía que le cupiera duda alguna de haber ofrecido la respuesta correcta. Funcionario. Eso iba a ser. Tal vez mi semblante se ensombreció un poco, porque su madre se apresuró a justificarlo, mirándome como si pidiera comprensión. "En estos tiempos, ya sabe, prefieren seguridad", confirmó. 

Me costó un buen rato salir del asombro, y un poco más de la decepción. No es que no fuera adecuada su réplica, que el chaval puede ser lo quiera, claro. Simplemente, no era la que yo imaginaba. Qué menos que paleontólogo, me decía.

Pero bueno, esto es la Feria del Libro de Madrid, y aquí pasa de todo. Ese es su gran encanto. Por eso, porque aquí se ve el teatro de la vida, con los figurantes en sus casetas y los verdaderos protagonistas fuera, y porque vendemos muchos libros a gente interesada en leer, y eso ya los distingue de los demás, a los editores nos encanta esta feria.

Aquí nos encontramos con los viejos conocidos del sector explicando que les va muy bien, aunque casi nunca es verdad. A los autores que han tenido un éxito inesperado y han perdido la humildad, si algún día la tuvieron. A los distribuidores justificando que ese libro lo han colocado muy bien, pero que el sell-out no es bueno. A los jóvenes editores que aterrizan en la profesión ilusionados, vírgenes de desengaños que ya llegarán.

Un editor me dijo una vez que lo único bueno de la literatura eran los libros, y que todo lo demás, de los críticos a los escritores, era una porquería. Yo creo que exageraba, pero el argumento no se halla carente de interés.

Eva tenía seis años y dos trenzas a los lados. La tez especialmente blanca, y un vestido amarillo que le sentaba perfectamente. Cuando vio los libros de la colección de Lolota, esprintó hasta la caseta. Empezó a contarle a Maísa Marbán, la gran narradora oral, los números que tenía, que eran bastantes. Cuando divisó en una esquina Lolota en Grecia (Kailas, 2020), se le iluminaron sus ojos verdes y concedió una de las sonrisas más felices que yo haya visto nunca, anunciando, con un suspiro:

"¡Ah, ese me lo trajeron los Reyes!".

La verdad, nunca he tenido una conexión tan especial con los magos de Oriente como en ese instante. De hecho, siempre he sido más de Papá Noel, que llega antes y es igual de prodigioso en sus esfuerzos por contentar a los niños. Pero ¿le llevaron sus Majestades uno de mis libros de Lolota a una niña? No sé si la hicieron más feliz a ella, aquel 6 de enero, o a mí cuando supe que eso había sucedido.

La profesión de editor, a pesar de sus constantes decepciones, sigue resultando apasionante. Casi veinte años después de haber fundado mi editorial, sigo sin saber por qué algunos libros venden muy por encima de sus expectativas, y por qué otros ni siquiera alcanzan la mitad de las suyas.

Quizá ahí resida el encanto. En realidad, nunca sabes lo que va a pasar cuando editas una obra. Y, me he dado cuenta ahora, sólo superas ese placer si una lectora de seis años te dice que le ha ocurrido algo mágico el último 6 de enero.