España es un país lleno de ratas de río, que es como me gusta a mí llamar a la chusma, a la gentuza, a los tuberculosos moralmente de la peor calaña: esta semana se han manifestado en el cenit de su crueldad metiéndose con una chavala de dieciséis años, en concreto, con la princesa Leonor. Dirá la chiquilla que en qué momento ha salido de su fortaleza de Gales para venir aquí a pasearse por un colegio público de Leganés y amenazar exótica e inclusiva -el lavado de cara, verdaderamente, se habría dado si estudiase allí-, porque vaya varapalos miserables se ha llevado de vuelta.

Entiendo que los personajes de entidad institucional deben entrenar una piel más dura que la media para soportar las críticas -en el sueldo les va, en el cargo-, y ese será su caso cuando sea mayor de edad, sin duda: es probable que reciba las mías, sin ir más lejos, al menos como figura monárquica, por mi condición de ciudadana republicana. Pero lo que es intolerable, lo que acomete un doble pecado, es que se machaque a una niña -porque aún es sólo una niña- y, encima, por algo tan azaroso y hormonal y circunstancial y dado como su “cambio físico”.

Nada: que ahora dicen los mentideros -entiéndanme: las cloacas de la red y del “periodismo”- que si a Leonor le faltan dos dientes, que si se ha hinchado en el extranjero del azúcar que su severa madre le prohibía, que si su cara parece otra, que si la nariz se le ha vuelto más tosca y “ceporra”. Como dice mi amigo Raúl Rodríguez, más vale que limpien los espejitos de sus casas. Vaya caterva de guapos, de canónicos, de follamises. Apuesto a que muchos de los -y las- indeseables que han arremetido contra la chica -dando o no la cara por internet, donde depositan su odio a zarpazo limpio- llevan años tapando la foto del DNI. Apuesto que hasta su peluquero les odia.

Leonor es una muchacha en formación -la pobre tuvo que celebrar su 13 cumpleaños leyendo la Constitución, ¿eso les parece poco?- y no tiene que ser bella, pero es que además sucede que lo es, y a mí me escama pensar en ese wifi llegando a su habitación del Atlantic College -porque la adolescente no vive en una cueva insonorizada- y trasladándole la baba verde de unos y de otros. Me escama que se ponga a llorar, que padezca ansiedad, que se odie en las imágenes, que no se caiga bien a sí misma, que deje de comer. Me escama que la conviertan en una Pequeña Miss Sunshine y que hagan de su vida un “puto concurso de belleza detrás de otro”.

Es un tipo de presión indecente y machista que se ceba con todas las hembras, cortesanas o no, pero que adquiere maldad supina cuando se trata de las de primera plana: despedazando sus rasgos, su peso, su altura, sus gestos, sus ropas, sus tacones, reduciendo a un ser humano a un hediondo “look”, adecuado o no porque a ellos -a ellas- les sale del Arco del Triunfo, simplificando a una mujer con una cifra del uno al diez, con un gutural “aaarggh” en la portada de la Cuore.

Le queda mucho que pasar a la princesa Leonor. Le quedan años del trabajo más difícil: aprender a amarse sin convertirse en una hija precoz de la cirugía estética ni de los mejores psiquiatras del reino. Le quedan años de fuerza mental para no acabar con la cara de otra. Y yo le deseo bravura y sentido común en esa empresa. No puedo evitar pensar que a ella le ha tocado un mundo mucho más hostil que el que tuvo que vivir su padre, o que el que tuvieron que vivir muchas de sus antecesoras, porque antes uno podía existir más al margen de sus detractores, o al menos el bullying no te llegaba a casa. Ahora enciendes el ordenador y hala, a disfrutar del circo.

Lo más injusto de todo -partiendo que la monarquía me es, en sí misma, una injusticia troncal, sanguínea- es que Leonor jamás podrá defenderse. Leonor jamás podrá responder a los insultos. Leonor jamás podrá hablar ni lanzar cuatro exabruptos por Instagram para desquitarse de las hienas, como sí han hecho decenas de celebrities, hartas de la foto escudriñadora. Leonor tendrá que conformarse con ser hermosa, entera, vituperada y muda, y ahí sí que la abrazo del todo y le mando mis ángeles en legión: no hay nada menos majestuoso que una mujer a la que no dejan tener voz propia.