La candidez de creer que la humanidad progresa continuamente y en línea ascendente es lo que nos lleva al soponcio cuando vemos, por ejemplo, que Rusia invade Ucrania a sangre y fuego, bombardeando colegios y maternidades.

Ese optimismo de final feliz típicamente occidental es el que nos hace creer también que la verdad resplandecerá y que los buenos acaban ganando siempre. Hollywood ha hecho mucho daño.

Estoy convencido de que los avances científicos han contagiado la ilusión y la euforia de un perfeccionamiento sucesivo. Por eso es tan importante la Filosofía, hoy menguante en los planes de estudio. Ella nos permite percibir que entre Pericles y Rufián hay una evolución digamos técnica -mucho mejor vestido y lleno de gadgets el catalán-, pero alguno podría advertir una involución intelectual e incluso moral. 

No sé que diría hoy Luis Carandell, un entusiasta de la oratoria parlamentaria, de las  greguerías que Rufián enlaza desde la tribuna. Es diferente, efectista y tiene su público. Y bebe de la escuela nacionalista, muy bien entrenada en la sofística, capaz de hacer pasar aún su ideología como progresista. 

Leía el otro día un artículo de un economista serbio, Branko Milanovic, cuyas conclusiones encajan como un guante a los nacionalismos vasco y catalán. El autor hablaba de cómo en las revoluciones de los países del Este de finales de los 80 se fusionaron los principios nacionalista y democrático. Algunos de sus protagonistas, líderes soberanistas, ganaron credibilidad alardeando de demócratas. Igual que en la España del tardofranquismo. 

Y aquí es donde llega la lección de Milanovic, especialista en pobreza y desigualdad económica y poco sospechoso precisamente de ser un reaccionario. "El objetivo nacional y el democrático pueden circular juntos y confundirse fácilmente, pero cuando hay que tomar decisiones" (ante el niño de Canet de Mar que pide estudiar unas horas en castellano o tras las recurrentes agresiones a los universitarios constitucionalistas, añado yo) "se comprueba cuál era realmente la fuerza motriz". Es decir, quieren convencernos de que luchan "por un ideal y no por sus estrechos intereses étnicos".

Hasta aquí el preámbulo para llegar a la frase del último discurso de Rufián que me impulsó a teclear estas líneas -"La derecha y la ultraderecha se frenan llenándole la nevera a la gente"-, que revela con claridad el pensamiento de cierta izquierda sectaria, empeñada, más allá de esforzarse en dividir la sociedad entre buenos y malos, en tratar a las personas como una masa de seres incapaces, necesitados de tutela permanente, a los que hay que llenar el buche. Qué forma de convertirlos en estómagos agradecidos y en sujetos manipulables. Qué revolución tan regresiva.

Esta casposa concepción del individuo queda muy lejos de la que alumbró la Ilustración como ser libre, sin ataduras, crítico, dueño de su destino. Y demuestra que la mera acumulación de siglos no significa, por sí sola, una evolución.