La petición de Volodymyr Zelenski, el presidente ucraniano, a los senadores de Estados Unidos resulta conmovedora. Como explicó Zelenski, impedir que los aviones rusos bombardeen las ciudades ucranianas sólo tiene un objetivo: salvar la vida de los civiles de su país.

Bomberos intentan apagar el fuego provocado por el bombardeo de un mercado de Kharkiv, Ucrania.

Bomberos intentan apagar el fuego provocado por el bombardeo de un mercado de Kharkiv, Ucrania. Reuters

Las guerras lo destrozan todo y, no menos trascendente que eso, avergüenzan al ser humano. Tantos años de evolución para llegar al mismo sitio. A matarnos unos a otros. Por más tierra, por más poder, por más recursos. Por miedo a una amenaza potencial que probablemente nunca se materializaría. Por la estupidez de unos, de tantos, dictadores.

El hombre moderno, el Homo sapiens sapiens, apareció hace unos 200.000 años. Desde que pisó la Tierra, en todo este tiempo, parece que no hemos aprendido nada. O sí. A construir un armamento más mortífero, a desarrollar munición más letal, a derribar más eficazmente edificios que una vez fueron el hogar de decenas de familias.

No nos queda tanto tiempo. En mil millones de años, según un estudio reciente, la atmósfera perderá la mayor parte de su oxígeno y la vida humana (qué descanso para el planeta), se irá desvaneciendo. 

Es fácil vislumbrar un futuro no muy distinto, en lo esencial, al presente. En algún lugar habrá un zar, un emperador, o como quiera que lo llamen entonces, con ganas de aplastar a algún rival menor. Imagino que sólo es posible eludir ese supuesto si antes somos capaces, por nuestros propios medios, sin necesidad de ayuda externa, de acabar con nuestro pedazo del universo. Y no parece muy difícil, francamente.

Las guerras, además de la vergüenza, del dolor, de la miseria y de la tragedia inherentes, también conciben héroes. Los ucranianos se han ganado el respeto y la admiración del mundo entero mientras siguen cayendo bombas sobre su territorio en esta guerra tan desigual.

Crece, también, la indignación mundial por el comportamiento de Vladímir Putin. Su paso por los libros de Historia estará, ya para siempre, teñido de la repugnancia que ha fomentado su abordaje sanguinario al país vecino. 

Pero en estos días aciagos hay otros hombres y mujeres con un comportamiento heroico. Los bomberos que intentan apagar los fuegos provocados por los misiles en los barrios residenciales, los civiles que rescatan a quienes se han quedado atrapados bajo los escombros de viviendas en ruina, los sanitarios que corren a intentar salvar a quienes el proyectil de los agresores quiso matar. 

Y los periodistas. Sin ellos, nada sabríamos del inmenso convoy que avanza hacia Kiev. De las explosiones junto a la central nuclear de Zaporiya. Del secuestro de los sanitarios y pacientes del hospital de Mariúpol. De los crímenes de guerra que se están cometiendo en Járkov y, probablemente, en todo el país.

El cámara irlandés Pierre Zakrzewski, de 55 años, y la ucraniana Oleksandra Kuvshinova, de 24 años, de la cadena Fox, son los últimos caídos. Antes, falleció Brent Renaud, periodista y director de documentales de Estados Unidos.

Al principio de estos interminables 21 días de guerra perdimos a Yevhenii Sakun cuando las fuerzas rusas bombardearon la torre de comunicación de Kiev. En el sur del país murió el periodista Victor Dudar, aunque lo hizo combatiendo tras alistarse como voluntario.

Hay, por supuesto, decenas de periodistas heridos tras ser tiroteados, como lo fue el equipo de Sky News, cuyo vídeo aterra a quien lo ve y ayuda a entender mejor cómo es trabajar en un lugar en el que te disparan por mucho que grites “¡prensa, prensa, periodistas, periodistas!”. 

Por supuesto, ir al país del que todos, o casi todos, quieren huir, no lo hace cualquiera. Es necesaria una dosis considerable de valentía. Porque no es por el dinero, que es irrelevante en este ámbito. Ni tampoco por la gloria (que también lo es, aunque en menor medida).

Es, sobre todo, por la vocación, esa misma que tienen los médicos y las enfermeras cuando aparece una pandemia desconocida y le hacen frente con lo que tienen delante, sea lo que sea.

Sin periodistas no sabríamos hasta qué punto el Gobierno de Putin merece el mayor correctivo posible. Uno que le inhabilite para soñar con el regreso de la URSS o que, al menos, le disuada de forma definitiva de invadir otros países

Sin periodistas no sabríamos hasta qué punto Ucrania necesita a Occidente. Su súplica de que le cierren el cielo a Putin para que deje de destruir las ciudades desde el aire sólo la respondemos con un puñado de congresistas estadounidenses emocionado y en pie aplaudiendo a Zelenski. 

Pero todos sabemos que eso no es suficiente. El presidente necesita la zona de exclusión aérea que lleva semanas implorando o, al menos, su mejor alternativa: cazas de combate. En realidad, no resulta difícil deducir que la timidez de la réplica de la Alianza Atlántica, junto al naufragio de la diplomacia de los socios europeos, sólo se puede traducir en que hemos acabado fallándole al pueblo de Ucrania.