La actualidad política española va tan rápido y viene tan cargada de metralla que es fácil caer en la tentación de pasar por encima de las penúltimas cuestiones, zarandeados por las deflagraciones y la emoción trepidante de los hechos últimos. No hace una semana de unas elecciones en Castilla y León, harto reveladoras sobre ciertas capas profundas de nuestra realidad presente, y ya nadie piensa en ellas, distraídos y estupefactos como estamos todos con el espectáculo de pólvora y los cuchillos volando en todas direcciones de la orgía autodestructiva en que se ha sumido el todavía hoy primer partido de la oposición.

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, días antes del estallido definitivo de la tensión.

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, días antes del estallido definitivo de la tensión.

Sin embargo, permitirá el amable lector que le quitemos el sonido y la imagen a esa película digna de la factoría Marvel o de Jackie Chan para meditar unos instantes sobre la anterior. Aun siendo menos arrebatada y espeluznante, no deja de tener su importancia, para los castellanos y leoneses en primer término, pero también de cara a lo que haya de ser en el futuro inmediato del conjunto de los que habitamos en esta fracción de península, las dos ciudades norteafricanas, los peñones y los archipiélagos que siguen girando en el mundo bajo el nombre de España.

Del resultado que arrojan las urnas de Castilla y de León se desprenden dos inequívocos perdedores y un neto vencedor. El primer derrotado es el partido gobernante y convocante, que fue a por una mayoría abrumadora que sólo existía en sus sueños húmedos y ha de administrar ahora el capital misérrimo de una victoria pírrica e insuficiente. La segunda derrotada, y de un modo no menos alarmante, es la izquierda, que pierde apoyos a chorros en una tierra que no es por su naturaleza retrógrada y reaccionaria, como quiere el pensamiento perezoso de cierta fracción de la intelectualidad zurda. Castilla y León es la tierra de los comuneros que se alzaron contra un emperador, y si eso pilla demasiado lejos para alguno, también la que convirtió al PSOE en primera fuerza política en las elecciones anteriores.

Lo que la izquierda ha probado en las urnas de Castilla y León es el efecto de una pócima letal, que no sólo la acecha en esas tierras, sino también en Extremadura, Andalucía, Castilla-La Mancha, Madrid, Murcia o Valencia. Quienes viven en todas ellas se sienten españoles y honrados de serlo, y digieren mal la promiscuidad con Rufianes y Bildus que salivan sin rebozo y con delectación cuando menosprecian o ningunean a España, ese ente que ni siquiera tiene derecho a ser nombrado, como sí lo tiene Francia, pese a que les retenga con mano de hierro una parte de los territorios de sus patrias soñadas e irredentas.

De ahí saca casi todo el pienso para su engorde Vox, el gran triunfador de las elecciones del domingo y que se va perfilando también, a escala nacional, como beneficiario de esa estrategia torpe y perdedora de la izquierda española, pero no sólo de ella. Porque he aquí que apenas mediada la semana, han aflorado los efectos destructivos de otra pócima letal, la que en este caso se ha autoadministrado el Partido Popular por la mano de sus dos figuras más conspicuas: su presidente nacional, auxiliado por ese muñidor de desastres que tiene por consejero delegado, y su más rutilante y pujante estrella, la presidenta de la Comunidad de Madrid de la libertad y los bares abiertos a todo trance.

Lo que en los últimos días ha emergido, y que sólo se podrá analizar con rigor y precisión en los venideros, es un cóctel tan mortífero como jamás se cató por estos pagos. Una gobernante que normaliza los ingresos extraordinarios de su hermano, en pandemia y con posible conexión con el dinero público que ella administra. Un líder político que especula durante meses con esa baza para neutralizar a la compañera que es ahora rival por la hegemonía del partido. Mal lo tienen para sobrevivir ambos.