Ahora no, ahora sí, ahora a ratos, ahora sí otra vez. Con bastante menos hizo Ximo Bayo un revientapistas patrio de los que no se olvidan allá por los noventa. Sánchez, ni eso. Él impone, decreto mediante, que las mascarillas vuelvan a ser obligatorias en exteriores. Sin ningún aval científico que le respalde, las medidas ante la sexta ola de Covid (que vuelve a casa por Navidad, sin irse, como antes lo hacían las muñecas de Famosa, el turrón de El Almendro y las discusiones familiares) se reducen a la cosmética, al placebo indisimulado. 

Pese a la insistencia de los expertos (los de verdad, no los ectoplasmáticos del comité que asesoraba al Gobierno) en lo superficial de la medida, este sigue empecinado en mantenerla. No se me ocurre otra razón que la estética: si nos cruzamos constantemente por la calle con todo el mundo amordazado será evidente que estamos en medio de una pandemia, disolviendo la sensación de relativa normalidad que traslada el hecho de que, pese a su mayor contagio, esta variante tenga una sintomatología muchísimo más leve entre los vacunados.

Lo inquietante de eso es que los motivos por los que se adoptaría una medida así sólo por eso, para evidenciar de manera gráfica un peligro sabiendo que es inocua, sólo pueden ser dos. O nos tratan como a niños o nos quieren asustados. 

Y con los dos, con los críos y con los acojonados, se puede al final actuar del mismo modo: arbitrariamente y sin dar explicaciones alegando que es por su propio bien

Lo que podría parecer, lo parece, es que Sánchez le ha cogido el gustito a gobernar como un caciquillo, sin tener que dar explicaciones ni responder ante nadie, sin justificaciones ni argumentos, y sin asumir responsabilidades. Y como fue la pandemia, en su momento más grave y preocupante (no conviene tampoco olvidar que lo hubo y la de vidas que se perdieron), la que le facilitó tomar determinadas medidas que allanaban el terreno y satisfacía al autócrata que lleva dentro, busca una prórroga como sea.

En realidad sería mucho más beneficioso para todos que se informase con rigor y decencia de la situación en la que nos encontramos, con datos, sin alarmismos innecesarios ni tampoco falsas esperanzas. Tratando a la ciudadanía como los adultos responsables que son. O que sería deseable que fueran, tampoco me quiero poner estupenda.

Pero para eso sería necesario tener en el poder a políticos con sentido de estado, comprometidos con nuestras libertades y nuestra democracia. Más por la faena de servir a su país y a sus compatriotas que a la de sumar de cabeza para que den los números. Y una oposición que de verdad haga el servicio de controlar y fiscalizar, de arrimar el hombro cuando toca y parar los pies cuando es de recibo. 

A fuerza de gestionar esta pandemia como si al volante hubiésemos dejado al dipsómano y narcoléptico del grupo lo único que se ha conseguido es que parezca que aquí sólo hay borregos o negacionistas. Y oigan, no.

Entre los que acatarían salir a la calle con la ropa interior en la cabeza si Sánchez dijese que protege contra el virus y los antivacunas de los microchips y el “este virus es mentira” hay un montón de personas, la mayoría, dispuestas a continuar haciendo, disciplinada y ordenadamente, por convicción o por solidaridad, aquello que se nos recomiende. Siempre y cuando venga avalado por datos y cifras, por opiniones solventes y recomendaciones científicas, por una información veraz y contrastada. No nos merecemos menos.