Cuando el viernes 2 de julio Samuel salió con sus amigos Diego, Lina y Andrea al Andén, un pub de moda de Riazor, no sabía que le iban a matar. No sabía que la camiseta que eligiera esa noche sería la última camiseta que se pondría en la vida. No sabía, mientras se duchaba, quizá, o mientras se perfumaba o se mojaba el cabello frente al espejo, que esa iba a ser la última vez que viese su cuerpo entero (sano, bello, bueno, joven, consciente) sin golpes, sin sangres, sin desprendimientos, sin palizas de muerte.

Un cuerpo de 24 años es el antónimo de una tumba. Un cuerpo de 24 años que ama y es amado, que baila con sus amigos, que celebra su canción favorita, que sale a fumar un cigarro en la segunda noche del verano; un cuerpo que funciona como un engranaje perfecto (lleno de pasiones, de afectos, de planes, de alegría; al que le bombea el corazón, al que le marchan las piernas) es todo lo que está bien en el mundo.

¿Qué sabe uno de las últimas veces? Nada, nunca. No sabemos nada de las últimas conversaciones de nuestra vida. De lo último que comeremos, del último beso que daremos al final del viaje, de la última cosa que nos hará descojonarnos de risa. No sabemos nada del fin de la fiesta. En qué mala hora llegará, ni cómo, ni por qué de repente ya no suena la música.

Lo único cierto ahora (mientras unos y otros discuten, aún sin datos oficiales, sobre si el asesinato de Samuel tuvo tintes homófobos o no) es que él está muerto. Está muerto ya, lo han matado, y aún la grada siente la tentación esa de buscar explicaciones esotéricas a la agresión que acabó con su vida. Pues habrá algo que no sabremos, pues a ver si no tuvo nada que ver que fuera gay y estamos aquí haciendo bandera de esto, pues a saber qué contestaría él cuando le increparon. En resumen, pues algo habría hecho.

Esas reflexiones me resultan perversamente familiares. La peña las enuncia hasta cuando violan y matan a una chica (“que igual no ha tenido nada que ver que sea mujer, ¿no?”, “pero si no la conocía, ¿eso es machismo?”, “yo creo que ese tío era un loco y punto”).

O cuando una madre junta el valor para denunciar a su agresor en comisaría (“a ver, lo mismo es que se llevaban mal y ya está, ¿no?”, “hay muchos problemas de pareja”, “¿ella le había puesto los cuernos?”, “seguro que lo hace para que él no vuelva a ver a sus hijos”).

A Samuel lo mataron al grito de “maricón”, eso es lo que cuentan sus amigas y testigos, que hasta hace dos días sólo eran chavalas a punto de descorchar el verano y ahora lloran a un colega asesinado. “Maricón de mierda”, recuerdan que dijo el agresor antes de traer a más cuadrilla para rematarlo.

Lo dicen y se las pone en duda (aunque estaban allí, aunque intentaron reanimar a su hermano muerto, aunque vieron cómo la camilla se llevaba lo que sería un cadáver), no sea que formen parte de una conspiración progresista (o judeomasónica, total), no sea que tengan algo que ganar con esto, no sea que estén a sueldo de algún lobby LGTBI, inéditamente, desde el 2 de julio.

También dicen las jóvenes que la reyerta empezó por un malentendido. Lina y él estaban haciendo una videollamada con Vanesa a las puertas de la discoteca cuando un chico (que caminaba junto a una chica) les gritó que dejaran de grabarles. Aunque ellos les explicaron que no lo estaban haciendo, el tipo arremetió contra Samuel. "¿Es eso una agresión homófoba, cuenta como tal?", se pregunta ahora el anfiteatro, que es muy psicoanalítico.

¿De dónde viene la rabia y la violencia del culpable? ¿La traía puesta, digamos, iba a explotar en cualquier momento? ¿Se le reforzó el instinto asesino cuando creyó que le estaban grabando? ¿Era eso sólo una excusa para golpear, como la de los folloneros que te gritan “qué coño miras” aunque estés esperando a que cambie el semáforo? ¿O se agudizó la barbarie precisamente porque el chico era gay? ¿Cómo sabían que era gay? ¿Le conocían de algo, era vox populi en Riazor, tenía pluma? (me pregunto también si el “¿tenía pluma?” es el nuevo “¿cómo iba vestida, iba provocando?”).

Pienso en Clara Campoamor, quien, mientras defendía con su vida el voto femenino, dejó claro que ella era ciudadana antes que mujer.

Qué tontería de mi admirada Clara, sin embargo. Si ella (y tantas otras) no habían podido ser ciudadanas, ni votantes, ni seres dignos ni relevantes, era precisamente por haber nacido mujeres: se trataba de una sola identidad enrocada, indisoluble. ¿Han matado a Samuel por ser gay? Quizás no únicamente, pero también es probable que de no haber sido gay no le hubiesen matado, lo que a fin de cuentas viene a ser lo mismo.

¿Intervinieron más factores en la paliza además de su homosexualidad? Es posible, pero lo que seguro nos cuenta el grito “maricón de mierda” es que su condición influyó en la saña y el odio del atacante. ¿Los asesinos machistas matan a las mujeres farfullando “voy a matarla porque es mujer”?

No, no es tan obvio, no es un deseo expreso, sino un desprecio mucho más sofisticado, sibilino y subterráneo. Las matan por las consecuencias que ha traído el que sean mujeres. Porque, de no serlo, no sentirían celos de lo que hagan. Porque no las desearían sexualmente y las odiarían a la vez. Porque no experimentarían misoginia. Porque no se reconocerían como superiores a ellas. Porque no les excitaría tanto poner en práctica su fuerza, su violencia, su invasión, su castigo, su poder.

Me parece estúpido, a la hora de evaluar este caso desgarrador (con la información que por ahora tenemos), pensar ingenuamente que todo es azar y no analizar por qué un depredador elige a una víctima y no a otra (es decir, cómo actuó su sesgo cognitivo). Qué vio de vulnerable en esa persona, qué características subrayaron su odio. ¿Por qué el asesino se dirigió violentamente a Samuel y no a su amiga, si presuntamente los dos le habían grabado? ¿Por qué dijo “maricón de mierda” en lugar de cualquier otra cosa? Samuel podía haber sido cualquiera de mis amigos gays. Yo podía haber sido Lina. Leyendo sus declaraciones he temblado. La estampa del horror me ha resultado tan plausible, tan cercana. 

No sabemos aún si es un crimen homófobo, dice Almeida. "Prudencia", piden otros. De acuerdo. Pero mientras, podemos reflexionar. Mientras, podemos recordar que en el Orgullo de Sevilla, hace unos días, unos muchachos cargados con banderas de España increparon a los manifestantes al grito de "maricones". O que hay doce países en el mundo donde se sigue castigando la homosexualidad con pena de muerte. O que, de los 193 países que conforman la ONU, 68 prohíben explícitamente las relaciones entre personas del mismo sexo.

Mientras, podemos subrayar que aunque España sea el quinto país que mejor protege los derechos LGTBI (según la OCDE), en mayo de este año, 80 personas declaraban haber sido víctimas de violencia homofóbica sólo en Cataluña. Los datos oficiales fluctúan y no muestran del todo la gravedad del problema. Las asociaciones alertan en todo el territorio de que aunque las agresiones estén repuntando, el nivel de denuncias sigue siendo muy bajo por miedo a la discriminación. No hay protocolos especializados. No hay profesionales en la Policía que sepan atender adecuadamente a las víctimas de esas violencias concretas -con honrosas excepciones, como la del comisario de Fuenlabrada y su equipo-. 

Los directores de los Observatorios contra la LGTBIFobia de Madrid y Valencia señalan que los jueces no tienen en cuenta los agravantes por delito de odio. “El poder judicial no está sensibilizado con la realidad LGTBI”, sostenían en declaraciones a Público.

La definición de delito de odio existe solamente desde 2003 y la fraguó la Oficina para las Instituciones Democráticas y los Derechos Humanos (ODIHR) en su undécima reunión del Consejo de Ministros celebrada en Maastricht. Ha costado que cale, sigue costando. Aunque el concepto cobró más protagonismo en la reforma del Código Penal de 2015, 2019 fue el primer año en el que se empezaron a implementar las medidas del Plan de Acción de lucha contra los delitos de odio del Ministerio del Interior, aprobado mediante la Instrucción 1/2019. Vamos tarde. Vamos torpes. Vamos mal. 

Prudencia, claro, pero el padre de Samuel dice que no tenía constancia de su orientación sexual (como tantos otros familiares con sus hijos), mientras sus amigos (que sí le conocían al completo) no albergan dudas sobre lo que ha sucedido. Prudencia, por supuesto, pero también ese silencio que es prudencia duele. Porque el día 2, cuando Samuel salió con sus colegas a estrenar el mes y la vida, no sabía que iba a morir. Porque un cuerpo de 24 años es el antónimo de la muerte.