Si hay algo que desde el inicio de la pandemia han reclamado los científicos y pide también el sentido común es claridad. Sin embargo, este lunes el 51% de los españoles accede a la fase 1 de la desescalada entre una maraña normativa que, cuando menos, genera perplejidad y confusión. 

Aunque regular el modo en el que un país recupera la normalidad sea altamente complicado, parece que lo que más pesa en el planteamiento del Ejecutivo es el afán normativo, del que viene haciendo gala por sus plenos poderes. Pero esa rigidez es incompatible con la vida cotidiana.

Complejidad

Prueba de que la excesiva complejidad es un error, es que una parte de los ciudadanos no ha tenido claro durante la fase 0 a qué horas y en qué circunstancias concretas podía salir a la calle. Y si eso ocurre en algo tan básico, hay que imaginar qué pasará con el deshielo de la hostelería y de las tiendas.

A esa ceremonia de la confusión se suma la poca claridad del Gobierno para justificar la asimetría territorial en la desescalada. Las quejas del presidente socialista valenciano, Ximo Puig o de su homólogo andaluz del PP Juanma Moreno, evidencian con números en la mano el agravio comparativo entre regiones. El dato es elocuente: Vizcaya pasa de fase con 70 casos de coronavirus por cada 100.000 habitantes y la Costa del Sol no avanza en la desescalada con 1,7.

Favoritismo

Menos comprensible aún es que en unas autonomías se haya admitido el distrito sanitario como unidad administrativa y, en otras, sólo la provincia. Esa diferente vara de medir ha alimentado los reproches al Gobierno por favoritismo político.    

En la práctica, es imposible regular hasta el último detalle de la reapertura de cada tienda, de cada bar, de cada empresa. Como será imposible vigilar su estricto cumplimiento. Y el exceso de reglamentarismo puede generar la respuesta contraria a la que se persigue: confusión en lugar de claridad, enfado y desistimiento en lugar de acatamiento de las normas.