Ayer fue un mal día para la libertad, la democracia y la Nación. Pero no es un tema coyuntural: viene desde lejos, desde 1977. Desde el inicio de la Transición democrática, la clase política acordó reforzar los partidos en detrimento de la representación y de la sociedad civil con la excusa de la estabilidad y de la debilidad de las organizaciones, después de cuarenta años de dictadura. Desde entonces, en todos los ámbitos, desde las cajas de ahorro hasta en las sociedades deportivas, se ha producido una invasión de políticos y burócratas de modo que la presión de lo “público” sobre los ciudadanos, en ocasiones, resulta más asfixiante que en la época del general Franco.

Me atrevo a concluir, en un análisis desapasionado del presente, que la sociedad civil de 2020 está más ocupada y mediatizada ahora por los políticos que en 1975. En la amplia bibliografía sobre la deriva partitocrática española hay un acuerdo generalizado de que el principal problema político en España es el excesivo poder que han acaparado los partidos (sin control) y sus cúpulas o, como precisaba Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, sus “minaretes”.

El jefe del “minarete” una vez encumbrado en la Moncloa, una suerte de “Ciudad prohibida” de Pekín, no tarda en adquirir una psicopatía preocupante. Felipe González se recluyó, al cabo de trece años, en el invernadero de Moncloa a cultivar bonsáis mientras la Interpol se dedicaba a buscar al fugado director general de la Guardia Civil; recuerdo que Aznar, en 1990, salía con un grupo de colaboradores a tomar un café por cualquiera de los bares cercanos de la calle Génova y terminó, después de ocho años en la Moncloa, hablando en hispano-tejano; Zapatero, transido y mirando al infinito concluyó con una frase lapidaria: “La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento"; Rajoy sentenció, mientras devoraba el Marca, que “un vaso es un vaso” y “es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde". Ahora, la transformación patológica de Sánchez amenaza con liquidar nuestras libertades y la Constitución.

En el resto de monarquías parlamentarias europeas, el primer ministro es sólo uno de los tres poderes del Estado. En España el presidente domina el Parlamento y pugna por someter a todos los jueces. En España no existe siquiera un equilibrio de poderes. Y ello porque, incluso con mayorías absolutas, los separatistas se encargan de mesmerizar al presidente y éste acepta encantado: “Dejadme manos libres en España y yo os las dejo en vuestras 'nacionalidades'”.

He sugerido que el traslado de la presidencia del Gobierno en 1977 desde Castellana 3 a la Moncloa fue un gran error de Suárez. La Moncloa no es la causa, pero sí es el marco favorecedor de la perturbación mental de todos los presidentes. Ningún primer ministro de una monarquía parlamentaria europea tiene tanto poder ni dispone de un “complejo de la Moncloa” similar.

En el Reino Unido, aun siendo una gran potencia, desde el siglo XVIII, 10th Dowing St. reduce al primer ministro a lo que es: un servidor austero y temporal. Aquí, en ese Palacio, casi tres mil asesores y funcionarios componen una cohorte, muchos de ellos meros aduladores, que inducen a los presidentes españoles a creerse napoleones. Y terminan como Napoleón: como psicópatas autoritarios.