En el Cuento de Navidad de Dickens, el avaro Scrooge recibe la visita de tres fantasmas: el de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes y el de las Navidades Futuras. Sin embargo, el fantasma que sobrevuela toda la historia es uno y el mismo: el de la soledad del propio Scrooge. Es el que asoma cuando el viejo avaro vuelve a contemplar su yo pasado, ese niño solitario cuya obsesión por el dinero llevó, más tarde, a romper con un amor de juventud.

Es el mismo fantasma que aparece cuando Scrooge se asoma a la comida de Navidad de dos familias, la de su sobrino y la de su explotado ayudante Bob Cratchit -incluyendo al tullido pequeño Tim-. La felicidad de estas familias resalta lo solo que está el viejo Scrooge, quien vive aislado en un cuchitril gélido y oscuro. Y luego está la traca final, la visión más tremebunda de la soledad: el funeral al que nadie acude. Scrooge como el antecesor victoriano de Eleanor Rigby.

Sí, Dickens plantea la Navidad como una maniobra de salvamento de los desfavorecidos (por si lo del pequeño Tim no había sido suficiente chantaje emocional, el fantasma de las Navidades Presentes levanta su túnica y revela a dos niños famélicos; sus nombres -explica- son Pobreza e Ignorancia). Pero el cuento también plantea la Navidad como una operación de rescate de los solitarios. El final no es feliz solo porque, gracias a la nueva generosidad del viejo avaro, el pequeño Tim logre seguir con vida, sino también porque el propio Scrooge empieza a celebrar las Navidades con sus familiares. Incluso se insinúa un trueque algo incómodo: munificencia a cambio de compañía. O, siendo más benévolos, se indica que la primera es una derivada natural de la segunda: queremos que quienes nos rodean estén bien cuidados.

Pero me interesa esta idea de la Navidad como operación de rescate de los solitarios, porque señala una función de estas fechas más allá de la conmemoración religiosa y de la orgía gastronómico-consumista. Al fin y al cabo, la soledad va en aumento en las sociedades occidentales, por factores que van desde el alargamiento de la esperanza de vida, la diáspora creada por las nuevas realidades laborales y urbanísticas, o la relajación de los vínculos sociales.

Quizá haya razones para dudar de que nos encontremos ante una verdadera “epidemia de soledad”, pero para lo que nos interesa tampoco necesitamos las estadísticas: la mayoría de familias tienen algún tío, algún primo y sobre todo algún abuelo que pasa mucho tiempo solo. Uno puede ponerse todo lo misántropo que quiera ante los villancicos en los centros comerciales, o puede hacer las predecibles bromas sobre la familia política; pero hay algo inapelable en unas fechas que animan a pasar tiempo con esas personas tan solas que tenemos tan cerca.

La Navidad parece haber completado el giro: de salvar al pequeño Tim -quien hoy en día recibiría un cuidado cuanto menos decente a manos de la sanidad pública- a salvar a Scrooge. Y si la soledad de este no nos conmueve, siempre queda el autointerés para dejarnos de tonterías. Porque su fantasma es también, y cada vez más, el nuestro.