Los políticos van y vienen, pero las instituciones permanecen. Por ello, el principal beneficio que podemos extraer de los casos Cifuentes, Casado, Montón y Sánchez no tiene tanto que ver con las carreras políticas de estos personajes como con impulsar mejoras en nuestro sistema universitario. Porque, más allá de las particularidades y las consecuencias de cada uno de los casos, hay razones para pensar que los cuatro son síntomas de problemas bastante extendidos en la Universidad española. Problemas que se pueden y se deben resolver.

Tomemos, por ejemplo, el cum laude que obtuvo la tesis doctoral del presidente del Gobierno. Cualquier valoración de esta nota deberá hacerse a la luz de un dato implacable: más del 80% de las tesis doctorales defendidas en España obtienen el cum laude. No hay razón para dudar de que muchas de esas tesis sean, efectivamente, magníficas. Pero por pura lógica habrá otras que solo son solventes, y otras que son bastante regulares. Que todas hayan obtenido la misma puntuación quita valor a la nota que han obtenido aquellas que eran verdaderamente buenas. Y también priva al sistema de una manera de diferenciar entre buenos y malos candidatos en los muy concurridos concursos para plazas docentes e investigadoras.

El caso de los cum laude es revelador por un motivo: no hay ninguna ley ni ninguna disposición que empuje a los tribunales a otorgar la puntuación máxima con semejante alegría. El testimonio casi unánime en el gremio es que esto se debe a una mentalidad según la cual, si no se otorga la puntuación máxima, se le está haciendo un feo tanto al doctorando como a su director de tesis. Es decir, el criterio generalizado antepone las relaciones personales al buen hacer profesional, en detrimento de la exigencia y la calidad del sistema.

De nuevo, en esto no hay diferencia sustancial entre universidades públicas y privadas, ni entre centros de derechas y de izquierdas, ni entre cualquier otra forma que se nos ocurra de diferenciar entre las 82 universidades de nuestro país. Podemos encontrar todas las excepciones que queramos, tanto a nivel de facultades como de individuos; todos conocemos compañeros escrupulosos, decentes e incluso valientes. Pero si el problema es generalizado, la autocrítica también debe generalizarse.

Cuestiones como esta nos animan a abandonar la idea de que los problemas del sistema universitario español se resolverán a golpe de BOE, ya sea con la creación de nuevos mecanismos reguladores o con algún aumento de la financiación. No hay mecanismo más eficaz para la mejora del sistema que aumentar la autoexigencia interna y ser consecuente con ella. Porque ni todos los problemas vienen del Plan Bolonia, de los recortes o de la burocratización, ni se puede circunscribir la autocrítica a las conversaciones en la cafetería de la facultad. Negarse a ver esto y encerrarse en un corporativismo sistémico solo puede reforzar a quienes ya cuestionan la propia utilidad de una formación universitaria. Ellos, y no los periodistas fiscalizadores, son los bárbaros del otro lado de la empalizada.

Conviene, por tanto, afrontar los escándalos de estos meses como un punto de no retorno. O los casos Cifuentes, Casado, Montón y Sánchez sirven de revulsivo para que el sistema mejore desde dentro, o los recordaremos como la gran oportunidad que se perdió para lograr en España una Universidad mejor.