Las elecciones catalanas han sido un referéndum sobre muchas cosas, empezando por los signos vitales de varios actores y movimientos. Tras el 21-D se confirma, por ejemplo, que el procés no está muerto. Puigdemont y el mutante PDeCat, tampoco. Pero lo que sí parece acercarse al final de su vida útil es aquello que durante tanto tiempo se ha señalado como la única estrategia de futuro en Cataluña: el tercerismo.

El atractivo de la tercera vía ante el nacionalismo siempre se ha basado en su presunta solidez pragmática. Sus prescriptores han explicado durante años que, si se transigía con elementos clave del discurso nacionalista, se restaría apoyos al independentismo más cerril. La estrategia se presentaba como un maquiavelismo ilustrado: aceptemos las premisas del argumentario nacionalista (no hay alternativa al catalanismo, Cataluña es una nación, hay que hacer un referéndum, esto es un problema político, qué barbaridad lo de procesar a los líderes independentistas) para desactivar la conclusión a la que conducen (España no nos escucha y hay que irse de ella).

Con cierto paternalismo intelectual, quienes defendían esta estrategia señalaban que lo importante no era tener razón. Que ellos tampoco creían en las naciones. Que a ellos también les desagradaba el supremacismo. Que, vale, la inmersión lingüística no es un modelo perfectamente justo. Pero -seguían- vivimos en el mundo real, y en el mundo real solo una tercera vía, tanto en la política autonómica como en la nacional, puede dar estabilidad a Cataluña. Entre los votantes, insistían, hay poca gente con madera de héroe; la mayoría quieren estar a buenas con sus vecinos, incluso si son unos pesados.

Esta tercera vía ha dominado la estrategia de los gobiernos nacionales durante las décadas del pujolismo, la del PSC de los tripartitos, y la del abigarrado saco de confluencias de Podemos. Siempre fue una estrategia cortoplacista porque, al aportar legitimidad al argumentario del nacionalismo, preparaba las condiciones para lo que ha terminado sucediendo. Pero era cierto que, elección tras elección, se reforzaba su presunta solvencia pragmática.

Hasta el 21-D. La victoria de Ciudadanos, unida al chasco de Iceta y al mal resultado de los colaus, demuestran que la tercera vía ya no es una fórmula de éxito. Y la razón es evidente. Vuelvan a ver el discurso de Puigdemont en la noche de ayer. Repasen el momento en el que dice que el pueblo catalán ha votado abrumadoramente por la República, cuando los partidos independentistas han obtenido, una vez más, el 48% de los votos. Admiren la ausencia de autocrítica después del desastre institucional al que ha conducido a Cataluña. Empápense de la insistencia con la que excluye del pueblo catalán a los dos millones de catalanes que no votaron a partidos independentistas. Y ahora imaginen qué le dice el tercerismo a alguien que se entusiasma con ese discurso. O a alguien que haya votado en contra del mismo.

La deriva del independentismo obliga a los constitucionalistas a ofrecer una alternativa real. Tanto en Cataluña como en el resto de España. Y una alternativa real es aquella que se compromete a disputar el control de los mecanismos nacionalizadores que durante cuatro décadas ha manejado -con gran éxito- el nacionalismo. Ciudadanos no arrasó entre los constitucionalistas porque Arrimadas sea más simpática que Albiol o que Iceta. Ciudadanos ganó porque es el único partido que promete a los no-nacionalistas dar la batalla por que no adoctrinen a sus niños en el colegio, o a través de la televisión pública. Esto siempre fue lo justo; ahora, en una de las escasas luces que deja el 21-D, se ve que también era lo inteligente.