Aunque llevo unos años en la docencia universitaria, este es el primer curso en el que he podido enseñar eso que seguimos llamando los clásicos. La mera idea de hacerlo tenía, al menos cuando vivía en el extranjero, un regustillo arcaico. Hace ya varias décadas que las facultades de Humanidades anglosajonas adoptaron un criterio férreamente anti-canónico: los estudiantes de filología de la Washington University no leíamos un solo verso de Byron y, a cambio, analizábamos Una habitación propia en tres asignaturas distintas.

Siempre me quedó, sin embargo, el gusanillo de dar una de esas asignaturas de título vetusto y marmóreo, algo como Grandes Obras o Clásicos de la Literatura Universal. En parte era por el desafío que supone impartir algo así: no tiene mucho mérito convencer a un veinteañero de que Cortázar y Bukowski molan, lo difícil es hacerlo con Zorrilla, con Sor Juana, con Eurípides. Y en parte era también por la fe en la literatura; esa convicción que uno tiene, para bien o para mal, de que un libro interesante puede atraer a cualquiera siempre que se lo expliquen bien y siempre que haya pasado la edad del pavo.

Así que, cuando al fin me tocó impartir una asignatura de este tipo, me lancé a prepararla con un verdadero sentido de misión. Mi idea era renunciar a cualquier atajo: no diría casi nada de la biografía de los autores, no quemaría clases viendo la Troya de Brad Pitt, no utilizaría ni una sola vez la palabra “características”. En vez de todo eso me centraría en los textos. Enfocaría las clases a través de las preguntas que nos plantean las grandes obras, las razones por las cuales sigue teniendo interés leerlas, subrayarlas, comentarlas. Quería que los estudiantes sintieran como propia la angustia de Edipo, que entendieran que nos va mucho en esclarecer si Hamlet está loco o no. Esperaba, en fin, que tras desahuciar la paja los estudiantes pudieran vislumbrar las áureas mayúsculas del Texto, la Literatura, las Ideas.

Y entonces llegó la realidad de la docencia. Los alumnos que vienen de resaca el día que toca explicar las vanguardias. La pareja que siempre está cuchicheando. Los conceptos que no terminas de explicar todo lo bien que te gustaría. Las diapositivas en las que has escrito “Lazarollo” o “Shj3wakespeare”. El alumno brillante al que temes estar defraudando. O el que entiende a Beckett pero, a cambio, no te pone una sola tilde en los trabajos. O el que tiene tantos problemas familiares que te da vergüenza ponerle a leer los parlamentos de Doña Inés. La extraordinaria concreción, en fin, de los estudiantes, de los pupitres, de las nueve de la mañana.

Los clásicos, en fin. Porque eso es lo que a veces se echa de menos en los debates sobre la educación: la conciencia de que todo esto tiene muy poco de abstracto. Que al final la docencia siempre ha ido de entrar en un aula y mirar a los ojos a los estudiantes. Y que es precisamente la tensión que eso provoca entre idealismo y pragmatismo, entre Objeto del Conocimiento y adolescencia, lo que hace de esta profesión algo duro y fascinante.