Treinta años después resurge la pesadilla de la razón de Estado, transformada en 'razón de Partido'.
Es cierto que esta vez no se trata de asesinatos sino de revelación de secretos. Puede parecer menos grave. Por eso el Fiscal General tampoco corre el riesgo de ser condenado a penas de cárcel de dos dígitos.
Pero, a cambio, en el otro lado de la balanza algo tiene que pesar que el delito no se cometió contra miembros de una banda terrorista, sino contra un adversario político, al que también había que derrotar como fuera.
No para preservar el orden constitucional, no para proteger la vida y hacienda de los ciudadanos, no para evitar una mayor escalada en la desestabilización social del terrorismo, sino para “ganar el relato” al detestado PP de Ayuso.
O sea, para dar mejor munición dialéctica al bando gubernamental frente a la versión falsa difundida por la oposición. Para que los tuyos pudieran mirar por encima del hombro a sus vecinos críticos. Para que el asiento en la sala de espera del expreso de las urnas resultara más mullido. Para que el jefe luchara con mayor autoridad contra la ‘máquina del fango’.
En eso hemos quedado. O, mejor dicho, en eso ha derivado la ética del poder.
Una ilustración del fiscal general del Estado.
Y es que, claro, Leviatán es insaciable: se empieza secuestrando a unos tipos, torturándoles hasta arrancarles las uñas, pegándoles dos tiros y enterrándoles en cal viva y se termina filtrando a un amiguete de un medio adicto datos fiscales embarazosos para el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Esto es lo que ocurrió, al margen de que quede probado o no que fuera García Ortiz quien lo hiciera.
Y lo que más vértigo da es comprobar cómo se reproduce el desafío moral de la auto exculpación inquietantemente inculpatoria.
Porque en definitiva lo que nos ha planteado García Ortiz, combinando el texto y el subtexto, es exactamente lo mismo que alegaban Barrionuevo, Vera y sus paladines políticos y mediáticos: ‘Nosotros no lo hicimos, pero podríamos haberlo hecho y habría estado justificado que lo hiciéramos’.
En ambos casos la premisa absolutoria, antepuesta y prevalente sobre cualquier otra resolución, no correspondía al Tribunal Supremo. Sino a “Yo, el Supremo”.
La única diferencia entre proclamar que “no existen pruebas ni las habrá” y esgrimir que “el Fiscal General es inocente y más aun tras lo visto en el juicio” es que al menos Felipe González no dictó su sentencia, como ha hecho Sánchez, a mitad de la vista oral.
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El segundo ingrediente, de carácter jactancioso, llegó en el caso de los GAL de forma retrospectiva. “Marey salió vivo de la cabaña porque Barrionuevo y Vera son buenas personas”, proclamó Rodríguez Ibarra 15 años después del secuestro. Y no fue hasta 2010 cuando Felipe desveló que había tenido la posibilidad de matar en 1992 a la cúpula de ETA.
García Ortiz puso en cambio la venda a la vez que la herida cuando hace poco más de un año alegó ante Xabier Fortes: “Los fiscales manejamos muchísima información. Le aseguro que si yo quisiera hacer daño a un espectro político, tengo información de sobra, que por supuesto no voy a usar jamás”.
El trípode de esa autoexculpación inquietantemente inculpatoria se completa en ambos casos con el énfasis en el estado de necesidad y urgencia generado por agresiones inasumibles que era preciso contrarrestar.
Cada vez que se debatía sobre los GAL en la prensa, el parlamento o los tribunales, los implicados y sus portavoces subrayaban el número de asesinatos que cometía ETA. Gran parte de la sociedad creía que el fin justificaba los medios.
Ahora, además del ansia por “ganar el relato”, el propio García Ortiz ha reconocido en la vista oral su “obsesión por proteger a los fiscales” frente a una “operación perfectamente orquestada”.
Previamente, en su declaración durante la instrucción, admitió que había decidido incluir la literalidad del mensaje del abogado de González Amador porque, de lo contrario, “la nota de prensa quedaba coja”.
Uniendo ambas afirmaciones queda claro que la gran prioridad del Fiscal General era la eficacia en el desmentido del bulo de que el ministerio público había ofrecido el pacto de conformidad.
Y hay múltiples indicios de que ese afán por ser eficaz primó sobre la observancia de la legalidad. Porque, ¿acaso no era posible negar formalmente la información falsa sin vulnerar el secreto?
Sí que lo era, pero la “cojera” de tal opción impedía dar el ansiado puntapié a Ayuso endosando a su novio la pretendida condición de delincuente confeso.
Al subrayarlo así, el abogado Gonzalo Rodríguez Ramos convirtió, a mi parecer de manera muy consistente, esa nota de prensa cuya autoría reconoce García Ortiz en la pistola humeante que faltaba en el proceso.
Es cierto que a González Amador ya le había pegado un primer tiro quien filtró el correo, pero fue la corroboración de esa noticia periodística con el marchamo institucional de la Fiscalía lo que le abatió con un segundo disparo.
Pudo haber dos tiradores o sólo uno, pero es la nota de prensa la que en mi opinión consuma el propósito de “ganar el relato” y por ende la revelación del secreto. Además, el apretado cronograma de los hechos —todo sucede en una noche y media mañana desde que García Ortiz saca del fútbol al fiscal Salto— apunta a la unidad de acción.
Esa sí que fue una “operación perfectamente orquestada”, con Moncloa y sus terminales mediáticas en danza. De ahí que la amnesia de la jefa de gabinete del jefe de gabinete sobre quien le envió el correo más importante de su vida sirviera de complemento perfecto al borrado del móvil del Fiscal General.
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El contexto quedó bien definido por analogía en unas declaraciones de Barrionuevo en 2022: “Los etarras decían que era una guerra… Yo no podía actuar contra los que están disparando desde mi trinchera, aunque disparen algún tiro equivocado”.
Ese “tiro equivocado” que entonces mató a etarras y a quienes no lo eran, ahora ha dejado civilmente en coma a González Amador.
En un Estado de Derecho la ley protege a todos por igual —sean etarras o incluso allegados de Ayuso— y ninguna autoridad tiene bula para saltársela. Por eso se sentaron en el banquillo Barrionuevo, Vera o el general Galindo. Por eso lo ha hecho ahora García Ortiz.
Aunque mantuvo a Barrionuevo en las listas, Felipe González tuvo la elemental prudencia de cesar previamente a sus altos cargos. Sánchez por el contrario ha animado a García Ortiz a redoblar el desafío al mantenerse en el puesto, aun a costa de abocar a la Justicia al esperpento de juzgar a un Fiscal General en ejercicio.
Ese estímulo de su propio “señor X” ha contribuido sin duda a que García Ortiz se recreara en la suerte, al sentarse en el estrado con su toga y sus puñetas y se negara a contestar desde el banquillo a ninguna de las acusaciones.
Alegó para ello que dichas acusaciones habían mantenido “una actuación desleal”. Lo mismo hicieron Barrionuevo y Vera, sosteniendo que eran víctimas de “un sucio ajuste de cuentas político”. Y Oriol Junqueras en el juicio del procés: “Entiendo que estoy en un juicio político. Se me acusa por mis ideas y no contestaré a las preguntas de las acusaciones”.
Los cuatro estaban en su derecho. ¿Pero en qué queda el principio de contradicción en el proceso judicial, tan estrechamente ligado a la tutela judicial efectiva, cuando es el propio Fiscal General del Estado quien boicotea su ejercicio?
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No es de extrañar que se haya vinculado su estrategia a la del "juicio de ruptura", acuñada de palabra y obra por “el abogado del diablo” Jacques Verges, cuando aprovechó los procesos contra el FLN argelino para tratar de deslegitimar al sistema judicial francés.
En esa misma longitud de onda se mueven Sánchez y su gobierno, pretendiendo convertir el proceso contra García Ortiz en un juicio contra la Sala Segunda del Supremo en el tribunal de la opinión pública.
Antes del propio inicio de la vista oral advertí de que, sea cual sea la sentencia de los siete magistrados, Sánchez ya tiene redactada la suya. Sólo le queda acotar o ampliar la lista de los ‘condenados’ por lawfare en los tribunales mañaneros, vespertinos y nocturnos.
Si García Ortiz es declarado inocente, el estigma sólo recaerá en el instructor Ángel Hurtado, en Julián Sánchez Melgar y Eduardo de Porres, que avalaron el procesamiento, y en aquellos que emitan un voto discrepante.
Si García Ortiz es declarado inocente, el estigma sólo recaerá en el instructor Ángel Hurtado, en Julián Sánchez Melgar y Eduardo de Porres.
Si García Ortiz es declarado culpable, quienes firmen la condena acompañarán a los antedichos en esa picota de los medios públicos y en la de aquellos de carácter concertado de cuyas redacciones procedían, casualmente, todos los periodistas que trataron de exonerar al acusado.
Por cierto, que esto sí que no lo imaginaron los padres de la Constitución: representantes del cuarto poder tratando de sacar de apuros a un lugarteniente de quien controla el ejecutivo, el legislativo y a medias el judicial.
Y utilizando para ello el secreto profesional como burladero de quita y pon, para exculpar al afín y jugar al escondite con el tribunal: no puedo decir quien fue, pero sí puedo dar pistas para inducir a mirar hacia otra parte.
A Lucía Méndez le ha parecido “excéntrico”. Yo sería más severo. Cualquiera diría que, si durante la era que comenzó con Watergate lo meritorio era aportar pruebas que hicieran tambalear a los gobernantes tramposos, algunos colegas creen ahora que su mayor éxito es apuntalarlos ante los tribunales.
Quien se sepa el sumario, haya seguido la vista oral y conozca mínimamente la jurisprudencia convendrá en que ni la condena ni la absolución del Fiscal General deberían constituir una sorpresa.
Todo se dirimirá en la conciencia de siete magistrados con la suficiente capacidad técnica como para distinguir entre un “juicio de probabilidad” y un “juicio de certeza”. En eso consiste en el “in dubio pro reo”.
Y aunque ellos sean conscientes de la trascendencia política que su decisión tendrá para el rumbo de la legislatura y por ende para el rumbo de España, con la propia independencia judicial en el extremo del alero, estoy convencido de que fallarán en Derecho.
Todo se dirimirá en la conciencia de siete magistrados con la suficiente capacidad técnica como para distinguir entre un “juicio de probabilidad” y un “juicio de certeza”.
De que lograrán abstraerse de toda esa zambra política y mediática en la que tampoco han faltado unos cuantos fiscales de la Unión de Pelotas Furibundos, farfullando contra la UCO y haciéndole el pasillo al jefe.
Lo que decidan estos siete magistrados podrá, claro, ser criticado, pero merecerá no sólo acatamiento sino también respeto. Especialmente por parte de aquellos a los que no les guste lo que decidan. Bastantes instituciones están ya en almoneda como para seguir erosionando el prestigio del Tribunal Supremo.
Cuestión distinta es la sensación que queda en el ámbito público. La pregunta clave la planteó Page y se responde enseguida: “¿Ha de estar un fiscal general pendiente del relato político?”.
Por supuesto que no.
Por eso, cuando García Ortiz se aferró a que ‘alguien’ le había dicho antes de entrar en la sala que “la verdad no se filtra, la verdad se defiende”, estoy seguro de que, tengan o no formado ya criterio sobre el caso, los siete magistrados se susurraron a sí mismos al unísono: “Sí, pero dentro de la legalidad”.