Corre en la familia la leyenda de que a mi padre lo detuvo la policía en una gasolinera porque sospecharon de él nada más verlo: tiene pinta de moro. Treinta años después, cerré el círculo suspendiendo a la primera el control antiterrorista apostado en la vía de servicio, bastó la inspección ocular de mi vello facial para que los agentes entendieran que quizá transportaba en el maletero toneladas de explosivos junto a los planos de la Sagrada Familia.

Me hizo ilusión comprobar que el goterón omeya del que siempre sospeché su existencia, existe. La decepción de la poli fue evidente: también parezco un moro. Los de Córdoba podemos escribir la palabra moro con la naturalidad que tienen en Sanxenxo al hablar de cocaína.

Por Córdoba es imposible perderse si se mantiene la referencia de la Mezquita, que abre y cierra la ciudad como una brújula. La continuación árabe flota en el ambiente: siempre ha sido más fácil hablar de Mezquita que de Catedral. Es la metáfora sobre el cordobés, gobernado por esa cadencia del desierto. Encajamos perfectamente en la calor, tan siesos y perezosos, deprimidos, sobrios, filosóficos y pesimistas.

Como si el paisano tuviera a punto de boca un proverbio con el que aleccionar a los otros, pero termina diciéndoselo a sí mismo, rumiando la sabiduría agostado a la sombra de sus circunstancias. No cambia nada nunca: somos los restos de la capital del mundo. 

En el colegio nos llevaban de excursión a Medina Azahara como si nos llevaran a casa de los abuelos de vez en cuando. Aunque esto parezca viejo y lejano, aquí han pasado cosas importantes que quizá nos expliquen, era el resumen de todas las visitas. Abderramán III es nuestro hermano, su vida y muerte estaban cercanas. Todos los años lo enterrábamos en los libros y si alguna vez me lo hubiera cruzado por Bambú, seguramente le habría gorroneado una copa echándole el brazo por encima de la chilaba.

La presencia de Abderramán está tan asumida que tras la retirada del busto algún cursi le ha escrito en Facebook una de esas notas que arranca con la fórmula infalible de amistad “qué voy a decirte que no sepas ya”.

La decisión del concejal de Vox lo ha convertido en una celebridad. Que su nombre ocupe tantos titulares provoca la misma sensación de estrellato que Raquel Winchester. El marido de la carnicera fue la última vez que Córdoba probó la victoria de Madrid. Gracias al partido de Abascal estamos otra vez muy dentro.

El resultado de la performance –en política todo es performance– es sorprendente. El partido que se desvive defendiendo la identidad española, decide retirar la imagen de uno de los hombres que diseñó lo que somos porque no sirve como elemento de unión en torno a la idea de la España actual que maneja. El mainstream cosmopolita ha respondido reivindicando a Abderramán III vistiéndolo de español exitoso contemporáneo, de emprendedor, de la idea de España que evita, precisamente. A ver si Vox empieza a quemar pronto retratos de Nadal y Amancio Ortega para encontrar el equilibrio como país.