Al emérito lo veo siempre muy solo en los toros. No se sabe si Don Juan Carlos abdicará de sus paseos por Las Ventas, acompañado de los guardaespaldas que vigilan la piedra lisa que acecha las rodillas. La reforma pendiente de la plaza es la amenaza republicana más peligrosa. ¿Quién colocaría aquella roca en Botsuana? Al viejo Rey le llegaron los problemas mientras quería, como a cualquiera: se sienta robótico en los tronos de la meseta de toriles, pienso que hay más acero que nervio en esa cadera. Lo rodea una burbuja de admiración que no posee en palacio ni su hijo en Malasaña, el hombre de la barbita perfilada al que le falta comprar un Dacia híbrido para completar la transformación del jefe de Estado aburridísimo —un hombrito con responsabilidades—.

Don Juan Carlos mantiene el espíritu en los toros. Es el único rey durante dos horas y su presencia resulta conmovedora para algunos borrachuzos, agitados los vivas, las banderas de las metáforas. Se levanta siempre con antelación para recibir el brindis de los toreros, preparando los movimientos, anticipándose. Una voz interior grita “ya” y se activa la maquinaria, agarrado a la barandilla: el ímpetu le sirve para quitarse años e incertidumbres sacudiéndose la vejez como hacen los perros con el agua. 

La reverencia es gigante, la onda expansiva de su presencia levanta los cuerpos de varias filas alrededor, asomados para verle el perfil, la espalda, quieren tener un recuerdo visual del Rey tratando de coger las monteras, que se van normalmente largas. Necesita un quaterback para recibirla a la mano. 

A veces saluda. Aplauden miles con la energía de la Transición, como si hubiera una vida —un reinado— por descubrir. Los boatos le dan a Las Ventas la gravedad de un planeta extraño rodeado de carriles bicis, la tensión de los huertos urbanos. Remata el exotismo de matar seis toros públicamente. Parte de la institución muere a los pies de la afición, la incubadora de un rey en las últimas. 

Don Juan Carlos ha ido a morirse institucionalmente a la sombra de los tendidos monárquicos, a la sombra del cliché. El establishment respira en los toros, que tienen un magnetismo especial para los que toman decisiones. Se asoman al ruedo esperando que por una vez decidan otros. 

Don Juan Carlos está muy solo porque va a la plaza a ver qué le queda, dónde está el viejo carisma que derretía súbditos y mujeres, a encontrar la tumba de la campechanía. Rafael de Paula le pidió la suerte de vuelta. “Ahora deseémela usted a mí”, le respondería el Juan Carlos de la retirada. Pensaba que los reyes se morían, no se jubilaban. Va a los toros rumiando lo que fue, persiguiendo sus mejores años, el último Borbón que se esfuma.